28 Amor

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Jack y Olaf se habían visto forzados a esperar unos minutos después de que un barco casi les cayera encima al caer de lado. Se resguardaron del viento detrás de las velas, aquello los había asustado lo suficiente como para obligarlos a parar. Por suerte, la calma llegó poco después de forma inesperada. Olaf se apresuró a salir corriendo de su escondite y el muchacho a asomarse cuando vieron a la distancia a Kristoff corriendo detrás de Anna que parecía huir de él. Apenas alcanzaron a ver como la princesa se interponía entre Hans y su hermana, como se convertía en hielo de pies a cabeza. Jack había movido las manos hacia el frente, pero cualquier cosa que pensara hacer llegaba muy tarde. Al impactar la espada con la mano de hielo el impacto fue tan fuerte, o la magia tan poderosa, que el arma se rompió y Hans salió volando hacia atrás, como si lo hubieran golpeado. Cayó inconsciente. 

Jack no podía moverse. Vio como los demás se acercaban con pequeños pasos a Elsa, aún arrodillada en el suelo.



Al no sentir el golpe de la muerte Elsa alzó la vista. Primero vio una mano, completamente azul, reflejando su mirada aterrada. Después alzó los ojos y contempló con horror una espalda bien conocida.

—¡ANNA! —gritó con fuerza, poniéndose de pie en un segundo. Fue al frente de su hermana y se cubrió con horror la boca, viendo frente a ella su temor más grande hecho realidad. La maldición.

Empezaba a hiperventilar. En un segundo recorrió todo el rostro de su hermanita, sus ojos bien abiertos, la boca gritando para detener a Hans, su pena, su dolor.

—Anna... no, no, no...

Acercó sus manos temblorosas a su cara, temerosa de tocarla a pesar de que ya le había hecho todo el daño posible.

—Por favor, no... —por fin la sostuvo y gimió al sentir hielo puro, transparente y helado.

La había matado. Tantos años la cuidó y la mató apenas rompió las reglas. La visión se le empañó, no podía ver nada y no podía apartar los ojos de lo que una vez había sido su mayor regalo, la que ahora era su peor castigo. Le temblaron los labios, las pestañas, todo el cuerpo. Sintió las gotas en su cara y el llanto en la lengua. Incapaz de seguir admirando su gran mal se lanzó sobre Anna y la abrazó como nunca pudo, llorando con el corazón abierto recibiendo mil puñaladas frías. Apenas se podía sostener en pie. No la soltó, gimió su nombre con dolor y arrepentimiento, deseando con la poca vida que le quedaba que le dejaran tomar su lugar. Anna no debía morir. No por ella. Nunca.

Oyó a Olaf decir el nombre de su hermana y lloró con más fuerza. No sabía cuántos la veían, no le importaba y al mismo tiempo la llenaba de vergüenza. Quería congelarse junto a Anna, su Anna, quedarse ahí para siempre, calentarla, tomar su lugar, morir con ella. De algún modo aún quedaba espacio en su ser para sentir más dolor, y lloró amargamente porque acababa de arrebatar al ser más precioso a más además de ella.

Y de pronto, como si el cielo escuchara sus plegarias, Anna se movió. Elsa abrió los ojos y vio color en lo que abrazaba. El rosa de su capa, el rojo de su cabello. Suplicante, apretando con todas sus fuerzas las telas de su ropa, alzó la vista y volvió a ver sus ojos azules, sus mejillas rosadas y cada una de sus pecas.

—¿Anna? —gritó sin poderlo creer, sintiendo como se le dibujaba una sonrisa que su hermana le devolvió.

Estaba viva.

No pensó en sus poderes, en los riesgos, en nada mientras volvía a abrazar a su hermana con fuerza, inspirando su dulce aroma, sintiendo su cuerpo contra el suyo y sus brazos devolviéndole el abrazo. Soltó un suspiro lleno de paz y recostó la cabeza sobre su hombro, temerosa de soltarla, de que volviera a ser hielo.

Trilogía: A Través Del TiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora