43 No dejaré que te pase nada

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Las tormentas llegaron a Arendelle. El agua comenzó a caer en pequeñas gotas a pesar del cielo despejado de toda la tarde. No tardó en intensificarse, obligando a la gente a refugiarse pronto, nadie quería pescar un resfriado en pleno verano. Sólo quedaron dos figuras corriendo en la calle, demasiado apuradas por llegar a casa soltando gritos y risas. Quienes las vieron por sus ventanas no pudieron hacer más que sonreír, no era extraño encontrar a la princesa y a su muñeco de nieve en medio de esas situaciones. Tratar de ayudarla sólo entorpecería su carrera. Algunos la saludaron y ella movió las manos por todas partes para corresponderles con una sonrisa genuina y la emoción a flor de piel. Los pueblerinos esperaban que un baño caliente la esperara al llegar a casa, y que la reina no se hubiera visto importunada por el agua.

Nadie la escuchó gritar, un trueno ahogó su voz.

Eso debía ser un sueño. Una pesadilla. El cuarto estaría lleno de hielo en cuanto volviera a abrir los ojos, pintado de rojo, con carámbanos colgando del techo y picos filosos alzándose a su alrededor.

Las hadas no existían.

Se lo dijo Yelena.

No como en los cuentos, algunos llamaban así a las mujeres mágicas. No existían las hadas madrinas. Aunque había demasiados espíritus, demasiada magia, según le explicó Jack. Aunque le explicó muy poco. Demasiado poco.

¿Qué era eso?

Algo incómodo le trepaba por la piel, acompañado de escalofríos y temblores.

No era la ansiedad o la adrenalina.

Jamás se había sentido así.

Dos segundos habían pasado desde su primer grito, al abrir los ojos de nuevo soltó el segundo. Su reflejo era otra pesadilla, olvidada hace mucho tiempo. Retrocedió, tratando de escapar de sus propios pies. Chocó con su mochila tirada en el suelo. Tropezó y cayó al piso nuevamente. Alguien la llamaba a la distancia.

Inhala. Exhala. Inhala. Exhala. Inhala. Inhala. Inhala...

La rapidez de su respiración la dejaba sin aliento. El mundo giraba a su alrededor, la lluvia se escuchaba lejana y sus gemidos taladraban sus oídos. Su cuarto se iluminaba con los relámpagos y volvía a oscurecerse casi por completo exceptuando la débil lámpara de aceite. Quería levantarse. Quería quedarse en el suelo. Quería salir corriendo. Pero nadie podía verla así. Aunque esta vez nadie podría ni intentar seguirla, después de todo su cuarto estaba intacto y no dejaría un camino de hielo detrás de sí. Sintió la necesidad de volver a gritar, le faltaba el aire. Cuando pensó estar a punto de desfallecer oyó un grito que la hizo congelarse.

—¡Elsa!

Esa era Anna.

Consiguiendo fuerzas en el temor, Elsa se puso de pie tan rápida como un rayo y corrió a abalanzarse a su puerta. Alcanzó a azotarla en cuanto su hermana trató de abrirla.

—¡Elsa! —reclamó la princesa empujando con fuerza. La reina tuvo que empujar de vuelta para lograr poner el pestillo—. Te escuché gritar. ¿Qué pasa? ¡Abre!

Aun apretada contra la puerta Elsa trataba de encontrar qué decir. Todo estaba pasando muy rápido. Aun podía tratarse de una pesadilla. Una nueva y mucho más desesperante que la anterior. Apretó los párpados, sintiendo que las paredes se encogían y la aplastaban.

—¡No llores, Elsa! —suplicó su hermana escuchando su agitada respiración—. Todo está bien, abre la puerta.

—¿Qué le pasa a Elsa? —se escuchó la voz de Olaf.

—Anda, no importa si todo está congelado. Estaremos bien, abre por favor.

Se estaba asfixiando. No tardaría en desmayarse. Necesitaba ayuda. Pero Anna no podía verla así. Si a ella la impactaba verse la cara, el parecido, destruiría a su hermana. Alguien tenía que despertarla, parar sus temblores.

Trilogía: A Través Del TiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora