49 También me gustan los abrazos

458 52 8
                                    

Había dos cosas en especial que sacaban a Grito de quicio. La primera era el aburrimiento. La pasividad, la timidez, la extrema prudencia y el recato. Aunque su vida no era tan corta como la de los mortales, consideraba un desperdicio el vivir con cuidado.

La segunda cosa que no soportaba era la estupidez. La necedad, la torpeza, los descuidos y en ocasiones la ingenuidad y la inocencia. Quizá heredaba esa falta de simpatía de Beka.

Si Olaf hubiera poseído ambas cualidades no habría soportado si quiera verlo. Para su suerte, aunque consideraba al muñeco de nieve en extremo estúpido, no era nada aburrido, y en esta ocasión, podría sacarle provecho a su pequeño cerebro.

En sus días espiando a la princesa de Arendelle pudo descubrir cosas importantes sobre la helada criatura: Era en extremo parlanchina. Una vez abría la boca era casi imposible de callar, hablaba incluso en soledad; era un ser curioso y devoto, memorizaba datos y particularidades de cada persona a su alrededor y compartía a los demás sus descubrimientos e intereses. Quizá, si no se le juzgaba tan duro, uno se daría cuenta que era un niño pequeño en el cuerpo de un muñeco de nieve.

Y los niños, sabía Beka de sobra, eran fáciles de convencer y manipular. Por eso eligió a Grito para ir con él, porque era menos niña que Pánico.

No fue fácil para Grito escabullirse durante el día por los costados del reino. Lo habría hecho de noche como las veces anteriores, pero a su ama le urgía la información y a las voces se les acababa la paciencia. No quedó de otra que confiar en las sombras de los árboles y las casas. Al igual que Pánico, estaba hecha de obsidiana tan oscura como para camuflarla, aunque recién pulida como estaba brillaría con el mínimo rayo del sol. Por si eso fuera poco, ella estaba cubierta de grietas que se iluminaban en ardiente color naranja dependiendo de su estado de ánimo y el de Beka. Ahora no estaba encendida, pero no por ello no debía mantenerse precavida.

Logró alcanzar el hueco detrás del muro cubierto por un rosal. Ahí se colocó en cuclillas y esperó porque el sujeto en cuestión diera la vuelta al jardín, una pequeña e inofensiva parte de su rutina que ahora sería su perdición. Siempre y cuando no fuera acompañado.

Para nuestra mala suerte, Olaf estaba solo.

Tarareaba, brincoteaba, lucía contento y le comentaba a una mariposa que revoloteaba a su alrededor que Anna y Elsa llevaban toda la noche discutiendo un tema bastante complicado. Algo sobre amenazas, trolls, hadas y maldiciones.

Grito sonrió. Con una pequeña sacudida al rosal llamó la atención del pequeño ser de nieve. Olaf miró en su dirección con extrema curiosidad y un poco de temor.

—¿Hola?

Grito volvió a sacudir las ramas haciéndolo saltar de la sorpresa. Lo necesitaba cerca, en la sombra. Olaf se acercó con pasos pequeños y mucha precaución. Alzó una piedra en una de sus manos de madera y frunció el ceño tratando de mostrarse amenazador.

—Soy un experto en las artes marciales —dijo girando el brazo varias veces, listo para lanzar su munición—. Podría derribar a un gigante con sólo esta pequeña-

­Grito alzó la cabeza entre las rosas. Olaf gritó y lanzó la piedra directo a su cara. Ella no se inmutó ante el impacto a su rostro. Se limitó a sonreír amigablemente hasta que Olaf se calmó y dejó de dar brinquitos de un lado al otro. El muñeco respiró profundó y volvió a inspeccionarle la cara a la extraña, lo cierto es que los pétalos de rosa la hacían ver bonita e indefensa.

—Ehh... Hola. ¿Tú quién eres? Yo soy Olaf, y adoro los abrazos —dijo con una sonrisa, extendiendo sus brazos para darse énfasis.

—Me llamo Grito. También me gustan los abrazos.

Trilogía: A Través Del TiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora