Capítulo 8

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Resplandecientes aves del paraíso, flores y hojas en tonos azules y plateados trepaban por la camisa y la chaqueta de brocado, el pantalón era de una pesada seda azul nocturno que con cada paso que daba crujía y susurraba como el mar en un día de tormenta. Estaba claro que cualquiera habría parecido un príncipe con ese traje, pero de todos modos me quedé asombrado al contemplar mi imagen en el espejo.

—¡Es… increíblemente bonito! —murmuré con reverencia.

Xemerius, que estaba sobre un retal de brocado junto a la máquina de coser hurgándose la nariz, lanzó un resoplido.

—¡Donceles! —dijo—. Primero se defienden con uñas y dientes para no ir al baile, y en cuanto les ponen cuatro trapos encima casi se hacen pis de la emoción.

Le ignoré y me volví hacia la creadora de la obra maestra.

—Pero el otro traje también era perfecto, madame Rossini.

—Sí, lo sé. —Sonrió satisfecha—. Podemos utilizarlo en otra ocasión si quieres.

—¡Madame Rossini, es usted una artista! —dije con fervor.

—N´est-ce pas? —Me guiñó un ojo—. Y como artista una está autorizada a cambiar de opinión. El otro traje en conjunto me parecía demasiado pálido con la peluca blanca; una tez como la tuya requiere fuertes… comment on dit? ¡Contrastes!

—¡Ah, es  verdad!  La  peluca  —suspiré—. Volverá  a estropearlo todo. ¿Podría hacerme una foto antes?

—Bien sur.— Madame  Rossini me acomodó sobre un taburete ante el peinador y le tendí el móvil.

Xemerius desplegó las alas de murciélago, me pasó por encima aleteando y efectuó un aterrizaje un poco accidentado justo ante la cabeza de porcelana con la peluca.

—Supongo que ya sabes lo que corre habitualmente por estos postizos,
¿no? —Echó la cabeza hacia atrás y contempló la peluca empolvada del blanco—. Ladillas seguro. Polillas, probablemente. Y a veces también cosas peores. —Levantó teatralmente las patas—. Solo pronunciaré un nombre: TARÁNTULA.

Reprimí un comentario sobre lo anticuadas que resultaban en nuestros tiempos esas leyendas urbanas y bostecé ostensiblemente.
Xemerius puso las patas en jarras.

—¡Es verdad! —exclamó—. Y no solo deberías estar pendiente de las arañas, sino también de determinados condes; te lo digo por si tu entusiasmo por los trapitos te lo ha hecho olvidar.

En eso, por desgracia, tenía razón; pero ese día, recién recuperado de mi enfermedad e inmediatamente declarado apto para el baile por los Vigilantes, solo quería una cosa: pensar positivamente. ¿Y qué lugar podía haber más apropiado que el taller de madame Rossini?
Dirigí una mirada severa a Xemerius y deslicé la vista por los colgadores repletos. Cada traje era más bonito que el anterior.

—¿No tendráporcasualidadalgo verde?—preguntéesperanzado, pensando en la fiesta de Haneul y en los disfraces de marciano que Jeongin había ideado para nosotros. «Solo necesitamos bolsas de basura verdes, unos limpiadores de pipa, latas de conserva vacías  y unas cuantas bolas de  porexpán—había dicho—. Con una grapadora y una pistola para pegamento nos convertiremos en un abrir y cerrar de ojos en unos marcianos vintage superguays. En obras de arte moderno, podríamos decir. Y no nos costará ni un penique.»

—¿Verde? Mais oui —dijo madame Rossini—. Cuando todos pensaban aún que el palo de escoba pelirrojo viajaría en el tiempo, utilicé muchos tonos verdes porque combinan a la perfección con los cabellos rojos, y naturalmente también con los ojos verdes del joven rebelde.

EsmeraldaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora