Capítulo 3

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¿No podríamos seguir siendo amigos?»: esa frase era realmente lo último.

-Seguro que muere un hada cada vez que en algún lugar del mundo se formula esta pregunta -dije.

Me había encerrado en el lavabo con el móvil y hacía grandes esfuerzos para no ponerme a gritar, porque -media hora después de mi conversación con Hyunjin-seguía con ganas de hacerlo.

-Lo que él ha dicho es que quería que fuerais amigos -me corrigió Jeongin, que, como siempre, había tomado nota de cada palabra.

-Eso es exactamente lo mismo -dije yo.

-No. Quiero decir que tal vez sí, pero... -Jeongin suspiró-. La verdad es que no lo entiendo. ¿Y esta vez estás seguro de que has dejado que se explicara del todo? En Diez cosas que odio de ti hay un...

-He dejado que se explicara del todo, para mi desgracia, diría yo. -Miré el reloj-. Oh, mierda -volví a decir. Acababa de descubrir que tenía dos manchas rojas redondas en las mejillas-. Creo que he tenido una reacción alérgica.

-Solo son manchas de rabia -diagnosticó Jeongin cuando le describí la que veía-. ¿Qué me dices de tus ojos? ¿Te parece que brillan peligrosamente?

Observé mi imagen en el espejo.

-Bueno en cierto modo sí. Es un poco como la mirada de Helena Bonham Carter en el papel de Bellatrix Lestrange en Harry Potter. Bastante amenazador.

-Está claro, pues, tiene que ser eso. Escúchame bien, ahora vas a salir ahí fuera y los fulminas a todos con la mirada, ¿vale?

Asentí obedientemente y le prometí que lo haría.

Después de la llamada me sentí un poco mejor, aunque el agua fría no pudo hacer desaparecer la rabia ni las manchas.

Si mister George había encontrado extraño que tardara tanto, no se lo noté.

-¿Todo va bien? -me preguntó amablemente ante el antiguo refectorio, donde me había estado esperando.

-Perfecto -contesté. Eché una mirada por la puerta abierta, pero, en contra de lo que había esperado, Giordano y Minho no se veían por ninguna parte. Y eso que llegaba con muchísimo retraso a la clase-. Es que tenía que... hummm... ponerme un poco de colorete.

Mister George sonrió. Aparte de las arruguitas en torno a los ojos y en las comisuras de los labios, nada sugería en su rostro redondo y afable que hacía tiempo que había cumplido los setenta años. Su calva reflejaba la luz, y toda su cabeza hacía pensar en una bola de bowling bien pulida.

Instintivamente sonreí también. La mirada de mister George siempre producía en mí un efecto apaciguador.

-De verdad, ahora se lleva así -dije señalando las manchas rojas de mis mejillas.

Mister George me tendió el brazo.

-Vamos, mi valiente muchacho -dijo-. Ya he avisado de que iríamos abajo a elapsar.

Lo miré perplejo.

-¿Y qué pasa con Giordano y la política colonial del siglo XVIII? Mister George sonrió suavemente.

-Bueno... digamos que, mientras estabas en el lavabo, he aprovechado para explicar a mister Giordano que hoy no tenías tiempo para la clase.

¡El leal y bondadoso mister George! Él era el único entre los Vigilantes al que parecía importarle algo. Aunque tal vez bailar el minué me hubiera relajado un poco -como a esa gente que descarga su rabia golpeando un saco de boxeo o en el gimnasio-, la verdad es que podía renunciar perfectamente a la sonrisa de superioridad de Minho.

EsmeraldaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora