Uno

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Sánchez se propuso ignorar a su nuevo cliente, pretendiendo no haberlo visto. Por supuesto, una vez que el hombre habló, tuvo que ceder en su empeño.

—Camarero, ponme un bourbon.

El hombre no levantó la vista. Había pedido la bebida sin siquiera dirigirse a Sánchez, y como no se había quitado la capucha, no era posible decir si era tan desagradable como parecía. Tenía una voz muy ronca. (En esos lugares, la maldad se juzgaba por el nivel de ronquera.) Con eso en mente, Sánchez tomó un vaso de whisky razonablemente limpio y se acercó al hombre. Depositó el vaso en la pegajosa superficie de la barra, justo frente al desconocido, y se permitió echar un vistazo a la cara encapuchada. Pero la sombra de la capucha era demasiado profunda para distinguir nada, y no iba a correr el riesgo de que lo sorprendiera mirando.

—Con hielo… —murmuró el hombre. En realidad, era más bien un susurro áspero.

Con una mano, Sánchez buscó algo bajo la barra y sacó una botella medio llena etiquetada como bourbon; luego tomó dos cubitos con la otra. Dejando caer el hielo en el vaso, empezó a servir la bebida. Llenó la mitad y puso la botella en la barra.

—Son tres dólares.

—¿Tres dólares?

—Sí.

—Llena el vaso.

Desde que el hombre entrara en el bar se hizo el silencio, excepto el ventilador del techo, que parecía más ruidoso. Sánchez, evitando todo contacto visual, tomó la botella de nuevo y llenó el vaso hasta arriba. El desconocido le tendió un billete de cinco dólares.

—Quédate con el cambio.

El camarero dio media vuelta y marcó la venta en la caja registradora. Pero los pequeños sonidos de la transacción se vieron interrumpidos por palabras. A sus espaldas, escuchó la voz de Ringo, uno de sus clientes más desagradables. Era una voz bastante ronca, en comparación con otras.

—¿Qué te trae a nuestro bar, desconocido? ¿Qué buscas?

Ringo compartía mesa con otros dos hombres, a pocos metros del desconocido. Era un rufián seboso y sin afeitar, igual que la mayoría de los delincuentes del bar. E, igual que los demás, llevaba una pistola colgando en su costado y ansiaba cualquier excusa para desenfundarla. Todavía en la caja registradora detrás de la barra, Sánchez respiró hondo y se preparó para lo inevitable.

Ringo era un criminal famoso, culpable de casi cualquier crimen imaginable. Violación, incendios provocados, robo, asesinato de policías… Lo que se quiera: Ringo los había cometido todos. No pasaba un día sin que hiciera algo que pudiera mandarlo a la cárcel. Hoy no era distinto. Ya había atracado a tres hombres a punta de pistola, y ahora, tras gastar sus «ganancias» en cerveza, buscaba pelea.

Al darse la vuelta, Sánchez vio que el desconocido no se había movido ni había probado su bebida. Y por unos segundos espantosamente largos, no había respondido a la pregunta de Ringo. Sánchez recordaba que, en una ocasión, éste había disparado a un hombre en la rodilla, tan sólo porque no le había contestado con suficiente rapidez. Así que suspiró de alivio cuando, por fin, antes de que Ringo preguntara por segunda vez, el hombre decidió contestar.

—No estoy buscando problemas.

Ringo sonrió amenazadoramente y gruñó:

—Yo soy el problema, y parece que me has encontrado.

El hombre encapuchado no reaccionó. Se quedó sentado en la barra, absorto en su bebida. Ringo se levantó de su silla y se acercó a él. Se recostó en la barra junto al recién llegado, y con una mano le quitó la capucha, dejando al descubierto el rostro de rasgos finos, sin afeitar, de un treintañero rubio. El joven tenía los ojos inyectados en sangre, probablemente a causa de una resaca o de un sueño de borrachera.

El Libro Sin Nombre (actualizando) ®©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora