Dieciocho

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Aquello no sucedía a menudo. La llegada de Santino al bar Tapioca era una mala noticia. Esta vez, con los últimos acontecimientos, estaría malhumorado.

—Sánchez, ¿cómo va el negocio? —dijo a modo de saludo.

—Bien, gracias. ¿Y tú?

A Santino en realidad no le importaba lo más mínimo cómo le iba a Sánchez, y éste era lo bastante inteligente para saberlo. Dada la situación, Sánchez se contentaba con que no pareciera que Santino fuera a matarlo.

Aquel gánster era un hombre imponente y, por desgracia, un verdadero hijo de puta. Vestía botas negras, pantalón negro de piel con botones plateados a los lados y una camisa de seda. Encima llevaba un pesado abrigo de piel negra y solapas anchas que le llegaba a las rodillas.

Quien no conociera a Santino, sabría que era el hombre más temido de la ciudad en el momento en que lo viera. Su pelo oscuro y ondulado (a la altura del hombro) quedaba sujeto bajo un sombrero de vaquero negro. Su cara era una red de barba y cicatrices eclipsada por un par de cejas espesas y oscuras que casi se fusionaban en la nariz. Detrás de él, en la entrada al bar, estaban sus dos guardaespaldas, Carlito y Miguel. Se parecían tanto a Santino, y vestían de forma tan similar, que los tomaban por hermanos. Pero no eran tan altos como su jefe.

El dominio local de Santino se remontaba a muchos años antes. Para algunos, era una leyenda urbana del estilo de Keyser Soze. Durante mucho tiempo se había dedicado a la prostitución, con Carlito y Miguel como proxenetas. Un día su puta más preciada, una deslumbrante escocesa llamada Maggie May, fue robada por una banda rival dirigida por los infames y muy temidos hermanos Vincent, Sean y Dermot, unos grandes bebedores irlandeses. Nadie se atrevía a hablar mal de su país, ya que eran bastante susceptibles.

Maggie era la chica favorita de Santino y él era el único que podía tocarla, así que decidió vengarse despiadadamente. Atacaron a los hermanos irlandeses mientras tomaban algo en el Chotacabras. Sus cuatro acompañantes fueron decapitados por Carlito y Miguel, los cuales usaban catanas. Maggie May pagó su traición con el mismo destino. A decir verdad, tal vez fuera un alivio, ya que Santino la dejó en manos de Carlito y Miguel durante unas horas.

Sin embargo, Sean y Dermot Vincent no tuvieron tanta suerte. Se decía que los tenían prisioneros en los calabozos del castillo de Santino, a las afueras de la ciudad.

Todas las noches los entregaban como juguetes sexuales a los depravados a los que el gánster solía agasajar.

Con los hermanos irlandeses fuera de escena, el enorme proxeneta mexicano se convirtió en el gánster más despiadado y temido de Santa Mondega. Cada vez que Sánchez lo veía, se imaginaba a los hermanos Vincent siendo violados y torturados.

—Sánchez, ¿has visto algo que me quieras decir? —preguntó Santino en una voz aterradora.

El bar quedó en silencio.

—Jefe ha venido un par de veces. —Sánchez se inclinó bajo la barra y tomó un trapo y un vaso de cerveza. Con las manos temblando, empezó a limpiar el borde del vaso. Santino intimidaba a cualquiera.

—¿Ah, sí? ¿Y te comentó algo? —insistió Santino.

—No, pero lo escuché decir que te estaba buscando.

—¿De verdad?

—Al menos eso entendí... —añadió Sánchez, concentrándose en limpiar el vaso.

—Ya veo.

—¿Quieres una copa... cortesía de la casa?

—Seguro. Un whisky triple. Y uno para Carlito y otro para Miguel.

—Ahora mismo os los traigo.

Sánchez buscó el mejor whisky y sirvió tres vasos para sus nuevos clientes, todavía con las manos temblando. Dejó los tres vasos en la barra, cerca del whisky que había estado bebiendo él mismo.

—Salud y dinero, amigos —balbuceó, obligándose a sonreír.

—Sánchez... —Santino lo miró fijamente.

—¿Sí?

—¡Cállate!

—Por supuesto. Lo siento.

El hombre no tomó su bebida y sus guardaespaldas ni siquiera se molestaron en acercarse a la barra.

—Sánchez, ¿sabes si Jefe tiene algo para mí?

—Creo que sí...

Sánchez sabía que no debía mentir a Santino. Aquel hombre no perdonaba a quien tratara de engañarlo.

—Entonces, ¿por qué no me lo ha traído todavía? —preguntó, mirando a Sánchez a los ojos.

Iba a tener que decirle la verdad.

—Se lo robó un hombre llamado Marcus. Pero lo estoy ayudando a recuperarlo.

—¿Tú estás ayudándolo?

—Sí. Conozco a un especialista en encontrar objetos robados. Un tío con contactos.

Por un segundo, Santino sospechó que Sánchez sabía más de lo que contaba.

—Ya veo. ¿Y cuánto te está pagando Jefe por encontrarlo? —preguntó.

—Veinte mil dólares.

Santino se permitió una sonrisa breve y falsa.

—Te diré algo, Sánchez. Si encuentras mi mercancía antes que Jefe, y me la traes directamente, te daré cincuenta mil dólares. Hace tiempo que nos conocemos, y te tengo confianza.

—Por supuesto, Santino. Lo que digas.

—Bien. —Por fin, el gánster levantó su vaso de whisky—. Sabes que confío en ti, ¿verdad?

El camarero empezó a sudar. Odiaba que Santino le hiciera preguntas difíciles, y en ese caso, como siempre, esperó a que el otro se respondiera a sí mismo.

—Confío en ti porque no eres lo bastante estúpido para traicionarme. Me conoces lo suficiente para no hacerlo. Eso es lo único que me gusta de ti. —Hizo una pausa y luego añadió—: Ya sabes dónde encontrarme.

Bebió de un trago el whisky, bajó de golpe el vaso a la barra y salió del Tapioca como había entrado, rodeado por Carlito y Miguel, quienes ni siquiera probaron sus bebidas. Sánchez recogió sus vasos y devolvió el contenido a la botella de whisky. Sus rodillas temblaban, al igual que sus manos, mientras agradecía a Dios que Jefe se hubiera largado del bar con Jessica.

Aquello fue afortunado por dos razones. En primer lugar, Santino habría asesinado a Jefe y a varios inocentes si el cazador de recompensas hubiera estado ahí sin la piedra. Y en segundo lugar, significaba que si Elvis encontraba la piedra antes que Jefe, podrían ganar la gran suma de cincuenta mil dólares, en lugar de los veinte mil de la oferta de Jefe. Por supuesto, quedaba por ver qué haría Jefe si se le sacaba del trato, pero Sánchez pensaba que Elvis podría ocuparse de eso.

«Espero que Elvis me llame en breve», pensó. El asesino había encontrado a Marcus la Comadreja bastante rápido, así que tenía ventaja. Santino y Jefe no sabían todavía que Marcus estaba muerto. Pero la noticia viajaría más rápido de lo que un monje podía escupir un trago de orina, así que Sánchez sabía que era cuestión de tiempo antes de que lo averiguaran.

El Libro Sin Nombre (actualizando) ®©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora