Veintinueve

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Antes del mediodía el Tapioca ya estaba lleno de extraños. Normalmente, Sánchez ya se habría vuelto loco, pero en esa ocasión se permitió un cierto grado de tolerancia. El gran Festival Lunar estaba en pleno auge y eso siempre atraía a los turistas.

Había otra razón para su tolerancia. Llevaba un rato observando los cuellos de sus clientes, buscando el collar con la piedra. No lo llevaba nadie, al menos no en el Tapioca, pero ese día Sánchez daría un paseo, así que tal vez descubriera algo.

El Festival Lunar sólo se celebraba durante los eclipses. En cualquier parte del mundo, aquello sería extraordinario, pero en Santa Mondega, la ciudad perdida, había un eclipse solar total cada cinco años. Nadie sabía por qué, pero todos los lugareños estaban contentos ya que el festival era estupendo. Aquella celebración había formado parte de la cultura de Santa Mondega durante mucho tiempo, se remontaba a siglos antes, casi hasta los días en que unos aventureros españoles establecieron la colonia donde ahora se ubicaba la ciudad.

Allí todos hacían un verdadero esfuerzo por disfrazarse, lo que distendía el ambiente. Con todos felices y en armonía (por mucho que se abusara del alcohol), disminuía exponencialmente las probabilidades de que se produjeran peleas, lo que facilitaba el trabajo de Sánchez.

La feria ambulante era su atracción favorita. Se instalaba siempre durante el Festival Lunar. En la víspera del eclipse, Sánchez por fin encontró tiempo para visitarla.

Dejando a Mukka de encargado en el Tapioca, Sánchez se dirigió a la feria. Su principal motivación eran las apuestas. Se le ocurrían todo tipo de formas de invertir el dinero ganado en la feria. Sánchez había oído que en una de las carpas había un casino, y una pista de carreras para ratas en otra. Sin embargo, lo mejor de todo era el cuadrilátero de boxeo. Todos los días estaba abarrotado. En él, cualquiera podía retar al boxeador de la feria: la meta era que el retador durara tres asaltos sin que lo noquearan.

Las gigantescas carpas de colores brillantes, suntuosamente decoradas, estaban llenas de turistas boquiabiertos. Toda el área bullía de gente yendo de una atracción a otra, al son de las melodías de los altavoces. A Sánchez no le interesaban las diversiones menores. Sólo le gustaba la carpa de boxeo, la más concurrida de todas. La mitad de la población de Santa Mondega parecía opinar lo mismo: llegar al boxeo  y llegar temprano. Para encontrarla, bastaba con seguir las hileras bien ordenadas de motocicletas, señal clara de que los Ángeles del Infierno se hallaban en la ciudad.

Le tomó veinte minutos entrar en la carpa gigante. Dentro, las hordas le impidieron acercarse al cuadrilátero. Los organizadores eran conscientes del potencial de congestionamiento, de manera que el cuadrilátero estaba construido en lo alto de una plataforma, asegurando que todos tuvieran una vista razonablemente buena.

Aquí las peleas no seguían las Reglas Queensberry. Era un boxeo sin guantes, y aunque no se alentaba activamente morder ni sacar los ojos, se aceptaba casi todo, incluyendo el uso de pies, codos y el borde de la mano.

Sánchez llegó a medio combate. Uno era casi dos veces más pequeño que su contrincante, un matón enorme de cabeza rapada y cubierto de tatuajes. Su contrincante parecía un padre de familia buscando el sustento de sus hijos. Aquello era un desastre sangriento. Al hombre casi le colgaba uno de los ojos mientras se tambaleaba de un lado al otro del cuadrilátero, sosteniéndose el hombro izquierdo, como si se lo hubiera dislocado. En contraste, el boxeador de cabeza rapada estaba más fresco que una rosa. A Sánchez no le sorprendió que la pelea terminara de inmediato. Pronto retiraron al padre fuera del cuadrilátero y lo llevaron al exterior, donde pudiera atenderlo el servicio médico.

En cuanto la pelea terminó, la multitud se dispersó y Sánchez pudo tener una mejor vista de los procedimientos. El maestro de ceremonias (vestido con frac y sombrero de copa) subió al cuadrilátero y gritó algo por el micrófono. En menos de un minuto, otro voluntario se había subido al ring, entre enormes aclamaciones. Al menos este tipo parecía mejor candidato. El boxeador de la cabeza rapada, que era conocido como Cabeza de Martillo, se había quedado en el cuadrilátero. Sin duda, aquél era el boxeador profesional que, en nombre de los propietarios, combatía contra todos los participantes.

El trato era que su contrincante tenía que durar tres asaltos, cada uno de tres minutos, sin que Cabeza de Martillo lo noqueara. La entrada costaba cincuenta dólares, pero si podía durar los tres asaltos, el boxeador recibiría cien dólares. Si, por algún milagro, el contrincante noqueaba a Cabeza de Martillo antes de los tres asaltos, ganaba mil dólares. Ésa era razón suficiente para que todo tipo de borrachos pusieran a prueba su suerte. De hecho, era la razón para que multitud de idiotas que ni siquiera estaban borrachos desearan probar suerte contra Cabeza de Martillo.

El nuevo contrincante era un hombre blanco normal y corriente. Cabeza de Martillo debía superarlo en peso en al menos veinte kilos. Sánchez apostó veinte dólares a que Cabeza de Martillo ganaba en el primer asalto. Un corredor de apuestas entre el público le dio un precio razonable: si ganaba, podría doblar su dinero. Pero Sánchez debió estar mejor enterado.

Para su irritación, el retador bailó por todos lados durante los primeros dos asaltos, en ocasiones lanzando unos pocos tiros cortos a su oponente. Por su parte, Cabeza de Martillo falló por mucho (tal vez intencionadamente). Entonces, cuando llevaba un minuto de asalto final, de repente despertó de su letargo y con tres rápidos golpes (PUM, PUM, PUM) terminó la pelea. Así eran aquellas peleas. Maldita sea...

Sánchez necesitaba la información de los corredores de apuestas o, mejor aún, lo que ellos no sabían. Y entonces, mientras todavía maldecía su suerte, descubrió su oportunidad de oro. Desde la parte trasera de la gran carpa, los dos monjes de Hubal, Kyle y Peto, estudiaban las peleas con gran interés. Su extraña ropa ya no llamaba la atención. De hecho, empezaban a encajar en Santa Mondega. Sánchez los observó por un momento. Charlaban sobre algo. ¿Tal vez una apuesta? ¿O estaban planeando subirse al cuadrilátero? Realmente, esos tipos podrían estar a la altura. Y los corredores de apuestas no debían de saberlo. Como no tenía nada que perder, se acercó a ellos. Los monjes se volvieron, sorprendidos.

—¡Hola! ¿Cómo os va? Ya imaginé que volvería a veros —les saludó Sánchez como si fueran amigos.

—Hola, camarero —dijo Kyle—. ¿Qué te trae por aquí?

Peto asintió, todo sonrisas.

—¿Por qué no subís y lucháis contra ese tipo? Seguro que lo ganáis... Yo os he visto pelear, ¿lo recordáis? Sois muy buenos.

—Seguro que lo hacemos —afirmó Peto.

Definitivamente, los monjes encajaban entre la fauna.

—En efecto... —añadió Kyle—. Pero no está en nuestra naturaleza pelear a menos que sea necesario... o inevitable.

—¿Y si pago la entrada?

Los dos monjes se miraron. No podían creer en su suerte. Después de todo, tal vez no tendrían que robar a nadie.

—Muy bien —contestó Kyle.

Sánchez tampoco podía creer en su suerte.

El Libro Sin Nombre (actualizando) ®©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora