Nueve

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A media mañana, Elvis entró pavoneándose triunfalmente en el Tapioca. Siempre se movía como si estuviera bailando por un escenario al ritmo de Suspicious Minds. Era como si tuviera unos audífonos invisibles que tocaran la melodía una y otra vez en su cabeza. Sánchez amaba a ese tipo y siempre se emocionaba al verlo, si bien nunca lo demostraba. No sería bueno dejar que Elvis supiera que le veneraba. Él era demasiado elegante y haría que el camarero se sintiera idiota.

Elvis también se veía perfecto. La gente piensa que los imitadores del Rey se creen ridículos, una vergüenza, pero nadie pensaba eso de aquel tipo.

Esa mañana, Elvis vestía un traje de color lila. Llevaba unos pantalones ligeramente acampanados con una hilera de borlas que recorría toda la parte externa de las piernas y una chupa perfectamente ajustada y con grandes solapas negras. Hacían juego con una camisa negra muy delgada, medio abotonada para exhibir su pecho peludo y bronceado, y un enorme medallón de oro con las siglas de «los que se hacen cargo del negocio» colgando del cuello con una pesada cadena de oro. Aunque a algunos les podría parecer de mal gusto, Sánchez, en realidad, pensaba que el medallón era muy elegante. Elvis tenía las patillas largas y negras y el pelo negro y muy espeso (aunque le hacía falta un corte). Para completar el cuadro, siempre llevaba las características gafas de sol con armazón de oro. Ni siquiera se las quitaba cuando se sentaba en la barra, listo para discutir negocios con Sánchez.

A Elvis no le molestó que el Tapioca estuviera moderadamente lleno. Si deseaba cotorrear con Sánchez durante media hora, entonces ningún cliente pediría una bebida. Elvis era respetado, temido y, lo que es bastante extraño, querido por casi todo el mundo.

—Me han dicho que tienes malas noticias —comentó el Rey asintiendo con la cabeza, dando a entender que lo sabía.

Sánchez tomó una botella y, sin que se lo pidiera, empezó a servirle un vaso de whisky.

—La mierda viaja rápido —soltó el camarero, deslizando la bebida sobre la barra.

—Mierda como la tuya también apesta —enfatizó el otro. Su voz arrastraba las palabras.

Sánchez sonrió por primera vez esa mañana. La grandeza de aquel hombre le hizo olvidar el dolor por su hermano muerto. Dios bendiga al Rey...

—Elvis, amigo, ¿qué sabes sobre esta mierda en particular?

—Estás buscando al conductor de un Cadillac amarillo, ¿verdad?

—Así es. ¿Lo has visto?

—Lo he visto. ¿Quieres que lo mate por ti?

—Sí. Mátalo —dijo Sánchez. Estaba contento de que Elvis se hubiera ofrecido, ya que le hubiera inquietado tener que pedírselo en voz alta—. Tortúralo hasta que esté muerto, y luego vuelve a matarlo.

—¿Matarlo dos veces? Eso tiene un coste extra. Pero me caes bien, así que la segunda vez lo mataré gratis.

Para Sánchez, aquélla era una música celestial. Se sentía como si de repente Suspicious Minds sonara en su cabeza.

—¿Cuánto quieres por el trabajo? —preguntó.

—Mil por adelantado. Luego, cuando esté muerto, quiero que me pagues la pintura del coche. Siempre he querido un Cadillac amarillo. Es muy rock and roll, ¿no crees?

—Cierto. —Sánchez estuvo de acuerdo. Tomó la botella de whisky y llenó el vaso de Elvis—. Ahora mismo te traigo el primer pago. Vigila el bar un momento, ¿de acuerdo?

—Seguro, jefe.

Elvis se quedó absorto en su vaso, revisando su reflejo, mientras Sánchez desaparecía en la parte trasera para conseguir el dinero. No era sólo el dinero y el coche lo que Elvis buscaba. Corría el rumor de que el conductor del Cadillac amarillo también tenía una piedra preciosa azul. Aquella pieza debía de valer una fortuna. Elvis no entendía nada de joyería, pero sabía que a las mujeres les gustaba. Era la forma perfecta para llegar al corazón de una dama, y Elvis adoraba a las damas.

Sánchez reapareció con un sobre grasiento lleno de dinero en efectivo. Elvis lo tomó y lo mantuvo abierto. Luego pasó rápidamente los billetes, no para contarlos, sino para asegurarse de que no eran falsos. Confiaba en Sánchez... en la medida en que confiaba en cualquiera. Satisfecho de que todo estaba en orden, dobló el sobre y lo metió en el interior de su chupa. Luego terminó la bebida de un trago rápido, dio un rápido giro en el taburete, se puso en pie y se dirigió a la puerta.

—Oye, Elvis, espera... —le dijo Sánchez. El Rey se detuvo sin mirar atrás.

—Sí, amigo. ¿De qué se trata?

—El nombre.

—¿Qué nombre?

—Sí, ¿cuál es el nombre del tipo que vas a matar por mí? ¿Lo conozco?

—Tal vez... No vive en la ciudad. Es un cazador de recompensas.

—Pero ¿cómo se llama? Y, ¿por qué mató a mi hermano y su esposa?

En un principio, Sánchez no había planeado preguntarle a Elvis por los detalles, pero ahora que el asesino había aceptado el trabajo, quería saber más sobre el misterioso conductor del Cadillac amarillo.

Elvis se volvió y observó a Sánchez por encima de sus gafas de sol.

—¿Estás seguro de que quieres saberlo ahora? ¿No prefieres enterarte cuando el trabajo esté hecho? Ya sabes... ¿para que no cambies de idea?

—No, sólo dime... ¿quién cojones es?

—Un desgraciado llamado Jefe. Pero no te inquietes. Mañana, a esta misma hora, lo conocerán como Jefe el Cadáver.

Antes de que Sánchez pudiera advertirle lo peligroso que era Jefe, Elvis ya se había marchado. No importaba: aquel hombre podía enfrentarse a Jefe. Ese hijo de puta estaba a punto de morir a manos del Rey.

El Libro Sin Nombre (actualizando) ®©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora