Diez

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Los detectives Miles Jensen y Archibald Somers reconocieron al instante el trabajo que tenían delante. Jensen volvió a mirar a Somers, quien sin duda estaba pensando lo mismo. Dos muertos más, ambos asesinados despiadadamente, como las víctimas en las fotos que Somers le había mostrado a Jensen. Esta vez, los infortunados eran Thomas y Audrey García. Sin duda, sus registros dentales lo confirmarían más tarde. Hasta entonces, la identificación era una hipótesis.

Habían llegado a la granja de las afueras de la ciudad mucho después de que el primer policía atendiera la llamada de un pariente de las víctimas. Un largo camino de tierra serpenteaba hasta el portal de la casa. El maltrecho BMW sedán de Jensen apenas circulaba sobre las piedras y los agujeros. Aquella granja había soportado todo tipo de inclemencias climáticas. No había que ser un genio para darse cuenta.

Unos segundos después de entrar en la cocina de la casa, Jensen envidió a Somers, quien había tenido la previsión de llevarse un pañuelo para cubrirse la nariz y la boca. El hedor de los cuerpos era abrumador, y Jensen, el único pringado que no tenía nada con qué enmascarar el olor que los asediaba. Otros cinco policías pululaban por la cocina. Dos de ellos estaban usando una cinta métrica para determinar las distancias de los cuerpos hasta los distintos muebles. Otro tomaba fotos con una cámara Polaroid. De vez en cuando la cámara runruneaba y escupía una fotografía como las que Somers tenía de las cinco otras víctimas. Uno de los policías buscaba huellas digitales con unos polvos, una tarea nada envidiable, teniendo en cuenta que casi toda la habitación estaba cubierta de sangre. El quinto y último policía era el teniente Paolo Scraggs. Saltaba a la vista que se trataba del policía de más alto grado, ya que se dedicaba a observar a sus colegas para asegurarse de que estaban haciendo un buen trabajo.

Scraggs vestía un traje azul oscuro. Por mucho que lo pareciera, no era exactamente un uniforme. La impecable camisa blanca y la corbata azul marino completaban el conjunto. No era extraño que aquel hombre cuidara tanto su apariencia, ya que la atención al detalle era una parte importantísima en «su» equipo forense. No es que fuera el orgullo de la policía de Santa Mondega, pero Scraggs se estaba esforzando por cambiarlo.

La última semana había sido muy dura para Scraggs y su equipo, por todos los espeluznantes asesinatos, y hoy no era distinto. La cocina era un caos asqueroso. Además de la sangre, que parecía rociada a golpe de manguera, había platos rotos y cubiertos en el suelo y en las distintas encimeras. O Thomas y Audrey García habían presentado batalla, o el asesino había revuelto el escenario con la esperanza de encontrar algo valioso.

El médico forense ya se había marchado, pero quedaba el personal de la ambulancia, que esperaba en el portal de enfrente a que alguien le diera permiso para tapar y retirar los cuerpos. Ante la aprobación de Somers, el equipo pasó a la acción.

—¿Quién ha llegado primero? —preguntó Somers en voz alta mientras los médicos pasaban por su lado.

—Yo... —contestó Scraggs, acercándose para saludar a Somers con la mano tendida—. Teniente Scraggs, señor. Yo estoy al cargo.

—Ya no —terció Somers, sin rodeos—. El detective Jensen y yo mismo tomamos el mando a partir de este momento.

Scraggs parecía comprensiblemente molesto y bajó la mano, pues Somers, de todos modos, no iba a tomarla. La palabra «¡Idiota!» se formó en su mente, pero en su lugar dijo:

—Muy bien, Somers. Como quiera.

—¿Tiene alguna pista?

—Sí, señor. Uno de mis agentes ha interrogado al hermano de una de las víctimas.

—Un hermano... ¿Lo conocemos?

—Tal vez sí, señor. Se trata de Sánchez García, el encargado del bar Tapioca. El muerto, Thomas García, era su hermano.

El Libro Sin Nombre (actualizando) ®©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora