Treinta y uno

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Sánchez estaba extasiado. Había ganado mil dólares con la victoria de Peto. Tan sólo le había costado la entrada del monje y una apuesta de cincuenta dólares. Si hubiera tenido el valor de poner el dinero a que el monje ganaba en el primer asalto, hubiera recibido mucho más. No le molestaba demasiado. Pero los monjes le debían un favor. Había pagado su entrada; con suerte, podría explotar a esos desgraciados y hacer que Peto peleara de nuevo.

Kyle agradeció que Sánchez le ofreciera cincuenta dólares de sus ganancias. Los monjes habían ganado mil dólares gracias a la rápida caída de Cabeza de Martillo ante Peto, entregados a regañadientes en billetes sucios por el maestro de ceremonias. Pero Kyle había aceptado, feliz, los cincuenta adicionales de Sánchez. Era obvio que le habían pillado el gustillo al dinero, y también a las apuestas, pensó el camarero del Tapioca. Aquellos dos bichos raros podrían llegar a ser amigos suyos.

En menos de veinte minutos, Peto había despachado al nuevo contrincante, llamado Gran Neil, con que habían reemplazado a Cabeza de Martillo. Sánchez, quien ahora actuaba como mánager de los dos monjes, negoció con el maestro de ceremonias de manera que Peto pudiera pelear contra todos los participantes. Muy pronto, Sánchez, los monjes y el maestro de ceremonias escogieron el asalto en que Peto iba a ganar. Un grupo de jóvenes agresivos fueron enviados a hacer apuestas anónimas por ellos, y antes de que lo supieran, Sánchez y los dos monjes de Hubal estaban haciendo un gran negocio a espaldas de los corredores de apuestas.

Durante dos horas, Peto demostró su dominio de las artes marciales. Tras derrotar a su quinto oponente consecutivo, Sánchez ya había recaudado doce mil dólares. Kyle había empezado con apuestas más discretas, pero cuando sus ganancias se sumaron al dinero del premio que Peto estaba acumulando, habían ganado más de cuatro mil dólares. Les quedaban noventa y seis mil dólares para recuperar el dinero que les habían robado.

Ahora el problema era encontrar oponentes. El público suponía que Peto estaba decidiendo cuándo ganar sus peleas; pero al final las ganaba todas con facilidad. Durante sus cinco victorias sólo lo habían golpeado tres veces, lo cual significaba que los hombres duros no podían desperdiciar sus opciones contra un monje invencible. Pero entonces, justo cuando parecía que no se presentarían nuevos candidatos, apareció uno. Y lo hizo de la forma más dramática imaginable.

Mientras Sánchez, los monjes y el maestro de ceremonias discutían la falta de oponentes en el cuadrilátero, se oyó un estruendo de motor desde la parte trasera de la carpa. Fue lo bastante ruidoso para silenciar a la multitud, y todas las caras se volvieron para ver una enorme Harley-Davidson entrando en la carpa. La multitud se abrió como el mar Rojo había hecho para Moisés y los israelitas. Era una moto anticuada, como la que Dennis Hopper y Peter Fonda usaban en Easy Rider. Estaba muy bien cuidada. Era evidente que su dueño la adoraba. La pintura plateada brillaba y el cromo relucía, como si la máquina hubiera venido directamente de un museo. Los motores gemelos en «V» estaban afinados hasta la perfección; ronroneaban como gatos.

Sin embargo, para el público de la carpa, la Harley en sí no era la mitad de emocionante que el hombre que la montaba. Aquél no era un desconocido. El maestro de ceremonias, al reconocerlo de inmediato, subió al ring y empezó a incitar a las masas. Había mucho dinero en juego, era temprano, y el gigante que montaba la Harley ya había arrojado su sombrero al cuadrilátero. Un enorme Stetson voló sobre la multitud y aterrizó a los pies del maestro de ceremonias, quien lo recogió y se lo puso en lugar de su sombrero de copa.

—¡Damas y caballeros! —aulló en el micrófono—. Den la bienvenida al hombre que todos estábamos esperando. El mejor luchador sin guantes del mundo... ¡El singular... el único... Rodeeeeooooooo Rexxxx!

Decir que la multitud se puso frenética sería quedarse corto. Kyle y Peto no estaban seguros de entender el alboroto, pero, como todos los demás, habían quedado muy impresionados por la entrada del hombre. Su Harley avanzó hasta el cuadrilátero (con la llanta trasera escupiendo arena y tierra en un radio de cinco metros) antes de detenerse lentamente. Rodeo Rex aceleró el motor varias veces antes de apagarla y desmontar con calma, para que todos pudieran tomarle fotos.

El Libro Sin Nombre (actualizando) ®©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora