Treinta y nueve

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Dante y Kacy se habían acomodado en una mesa del Chotacabras, un bar bastante grande y concurrido de las afueras de Santa Mondega. A esa hora, aún estaba tranquilo.

Al regresar de la feria, se habían detenido allí con el ánimo de calmarse tras las tensiones del día. Tras varias cervezas, lograron relajarse. En el motel tenían una maleta con cien mil dólares que habían robado de una de las habitaciones del Hotel Internacional de Santa Mondega, y con ellos el Ojo de la Luna. Después de discutirlo mucho, llegaron a la conclusión de que no debían correr el riesgo de vender la piedra. No podían confiar en nadie, y teniendo cien mil dólares en sus manos..., ¿por qué poner sus vidas en peligro? En realidad, fue Kacy quien convenció a Dante. Con varias cervezas en el cuerpo, era más fácil manipularlo. El chico se relajaba y la escuchaba. Además, odiaba discutir cuando bebía, y ella lo sabía.

Sus planes cambiaron hacia las ocho de la tarde. Estaban tomando su cuarta cerveza (celebraban las alegrías que el futuro les deparaba), cuando vieron entrar a los dos monjes del cuadrilátero de boxeo. Dante los vio y dio una patada a Kacy por debajo de la mesa, y cometió el error de observar a los monjes durante una fracción de segundo. Mientras se dirigían a la barra, uno de los monjes se dio cuenta y lo fulminó con la mirada. Como si eso no fuera bastante inquietante, el monje advirtió a su compañero y asintió hacia Kacy. Ambos se quedaron clavados un momento y murmuraron algo antes de sentarse en dos taburetes de la barra y pedir las bebidas.

Dante comprobó que el Ojo de la Luna no sobresaliera de la camiseta de Kacy. Pero eso no significaba forzosamente que los monjes no supieran que ella lo tenía. Debía sacar a Kacy de aquel bar con sutileza y rapidez, sin comentarle nada. La chica intuía que algo andaba mal.

—Vamos a irnos, ¿no? —le susurró ella, y dirigió la mirada hacia la salida.

—Espera un momento —dijo Dante—, no seamos demasiado obvios. Levántate tú primero como si fueras al baño e intenta escapar por la puerta sin que te vean.

—¿Y qué harás tú?

—Fingiré que te estoy esperando. Si te siguen, estaré justo detrás de ellos. Si no lo hacen, me marcharé al cabo de cinco minutos. Nos encontraremos en el motel. Ve lo más rápido que puedas. No te detengas por nada, ¿de acuerdo?

—Muy bien. Te quiero, cariño.

—Y yo a ti. Ahora vete, rápido...

Kacy se levantó e hizo como que iba al baño. Observó a los dos monjes mientras pasaba por su lado. Cuando estuvo segura de que no la veían, se desvió por detrás de unos borrachos y se dirigió a la entrada.

Pronto pisó la calle.

Anochecía, y Kacy estaba sola.

El Libro Sin Nombre (actualizando) ®©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora