Capítulo 3

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Hawái, marzo de 2013

Nada mejor que una copa de vino y chocolate blanco para celebrar un negocio exitoso. Gena extrañaba Maine con cada célula de su cuerpo, pero al ver todos los sueños que había hecho realidad en Honolulu, se le hinchaba el corazón. Además, siempre podría visitar a su familia, y viceversa. Los Cox-Statham eran inseparables.

—¿Estás bien, mi preciosa? —inquirió el joven de coleta rubia y mirada azul.

—Un poco melancólica, aunque todo se me pasa cuando me besan los labios de cierto bombón alemán. A propósito, ¿dónde se metió Andrew? Le compré el juguete que tanto quería.

Sebastian se quedó mirándola con una gran sonrisa en el rostro. Estaba locamente enamorado de ella. Le sorprendía su dulzura, su forma de lidiar con los problemas, su inquebrantable sentido de la perseverancia.

—Te agrada mi pequeño, ¿verdad?

—Lo amo, tanto como a su progenitor. Desearía...

—¿Qué desearías?

—Sebastian, quiero adoptar a Drew.

El muchacho casi se cae de la cama al escuchar esas palabras.

—Cariño, Andrew fue una exigencia de mi padre. Él quería que aprendiera a ser responsable, a actuar sabiendo que mis errores no solo me perjudicarían a mí. En aquel tiempo andaba sin control. Gastándome el dinero de forma imprudente, metiéndome en peleas clandestinas, cogiendo con la primera tipa que me enseñaba el culo... Honestamente, no entiendo cómo no toqué las drogas o el alcohol —explicó—, pero tú, tú eres perfecta, no tienes la obligación de adentrarte en la maternidad, no ahora.

—Bastian, estoy a diez mil kilómetros de la perfección. Deja que te cuente algo. Antes de graduarme, le rompí el corazón a muchos hombres que me lo dieron todo. Yo me decía: es lo mejor, Gena. Enamorarse solo te alejará de tus objetivos —sus ojos se llenaron de lágrimas—. Me escudé en esa mierda durante años. Solo fui una puta que se aprovechó de los sentimientos ajenos para obtener varios orgasmos, y aún así, me sentía superior, arrogante.

—Gena...

Ella levantó el dedo índice, evitando que completara la oración.

—Entonces, aparecieron ustedes, chicos. Me enseñaron a valorar la importancia de la familia, de la estabilidad. ¿Qué sentido tiene apartar a los que te hacen bien?

—Ninguno —respondió él en un hilo de voz.

—Yo nací para ser la madre de tu hijo.

Silencio. La enorme recámara se volvió un espacio carente de sonido; aunque ninguno se sentía incómodo. Cada uno procesaba las palabras del otro.

—¡Diablos! Tendré que comprar un anillo muy costoso para el día de nuestra boda —dijo finalmente.

—Quiero un zafiro de dieciocho quilates —sonrió triunfante.

—Así será.

—Ahora, desnúdate, estoy deseando algo más.

—A la orden, preciosa.

Sebastian se despojó de la camiseta y los pantalones, quedando solo en un bóxer negro. Era un hombre de belleza clásica. Su cuerpo estaba en medio de los términos delgado y musculoso, pero no carecía de firmeza, por el contrario. El joven se ejercitaba frecuentemente, así que Gena podía disfrutar de la dureza de sus brazos fuertes, de ese abdomen que adoraba lamer, y por qué no, del trasero al que se aferraba cuando la penetraba a lo bestia.

—Bueno, es mi turno —por su parte, Gen solo llevaba un albornoz, del que se deshizo fácilmente—. ¿Te gusta lo que vez?

—Me encanta —susurró acariciándole el seno izquierdo.

El encanto de las Highlands (Libro # 2 de El reino del highlander)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora