Capítulo 4

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Camila

Hay momentos en la vida en los que todo pesa demasiado.

Los pensamientos se transforman en ruido y no sabes dónde empieza uno y termina el otro. Solo tienes ruido... y ansiedad. Sientes como todo se cierra sobre ti hasta llegar ese momento en el que sientes como tú suministro de aire se agota y no sabes con certeza si te estás volviendo loca. Porque, en ese instante, te sientes completamente sin un ápice de cordura.

Tu cerebro comienza a ahogarse y solo quieres que todo se calle. Solo quieres silencio... solo quieres paz. Solamente necesitas apagarte por un segundo y desaparecer; antes de que las paredes de tus emociones colapsen sobre ti y el ruido te trague.

Y en esas horas, en las que te sientes atrapado, ahí te das cuenta de cuan incorrecto se siente todo. El respirar te resulta una molestia, la vida te pasa de largo y tú te quedas ahí. Deseando con tal fuerza la muerte que por un minuto... todas tus ideas ruidosas te dan una solución. Una solución atractiva para tu desespero. Y tú la consideras con seriedad... te ves a ti mismo haciéndolo y te resulta tan calmante que te aterra. Porque, aunque el aire entra en tus pulmones, purificador y fresco... y a pesar de que el oxigeno llega a tu sangre y la ayuda a circular... no estás respirando realmente. Hay veces que necesitamos otro tipo de respiro... del tipo mental. Y por eso, la solución te aterra... porque sabes que estás perdiendo tu propia guerra y que no puedes hacer nada en tu campo de batalla. Tú misma te estás derrotando y ya no tienes fuerzas para seguir.

Porque, hay guerras que duran demasiado. Hay batallas que demandan más de lo que puedes dar y absorben hasta lo más mínimo de ti. Y en ese momento, cuando todo te parece excelente con tal de descansar, entonces dejas de cuestionar y comienzas a actuar.

Hay muchas cosas que se te pueden ocurrir. Muchas cosas que puedes hacer. Muchas formas de hacer tú carga más ligera. Muchas, demasiadas... cada una más difícil que la otra, más atrevida... más dolorosa.
En mi caso, me decidí por el marcar mis derrotas en la piel.

No empecé a hacerlo por simple placer o porque la idea me llegara de repente y yo me lanzará a por ella. Al contrario... esa solución vino varias veces, en distintos momentos, a diferentes horas. Vino y se quedó... como una dulce solución.

Vino a los nueve, cuando fui tocada por primera vez.

Vino a los once, cuando mi ansiedad me abrazó con demasiada fuerza y me ayudó a robarle los cigarros a mí madre, haciendo que me fumara casi dos cajetillas consecutivas.

Vino a los trece, cuando aprendí a resignarme y dejar que la vida pasara de largo. Cuando aprendí que no todos los malos tienen su merecido.

Y vino a los quince, cuando ya no daba más; en el instante en el que las fuerzas se me habían reducido a nada y la lógica se había escapado de mano con mi inocencia. Cuando mi mente abarrotada me gritaba que lo hiciera y mi corazón herido la apoyaba.

Lo hice esa vez, en un lugar donde él, ni nadie, miraría. Recuerdo haber agarrado el cúter y cortado la piel de una de mis muñecas; fue una herida pequeña, inofensiva, que pasaba inadvertida entre mis enormes sudaderas.

Recuerdo los nervios de ese día, no dejaba de tocarme las mangas del suéter y mirar a todos lados, con miedo y terror de qué alguien se percatara... pero nadie se dio cuenta, ni siquiera él, cuando vino a mi habitación en la noche. No se dio cuenta de la pequeña herida en el interior de mi brazo cuando me agarraba de las muñecas y me mostraba una y otra vez porque motivo había recurrido a tal extremo.

Pero, por alguna razón, esa noche fue... pasable. Deje de pensar en el dolor de lo que hacía y el asco y me concentré en el dolor de la herida que él sujetaba... y así lo hice, hasta que terminó y yo... yo ya no sentía nada. Para cuando todo hubo acabado, y la puerta se hubo cerrado, corrí al baño y me hice otra herida, esta vez una más grande.

Y a la siguiente noche, otra herida adorno mis brazos . Muchas más vinieron luego de esas; en distintos lugares, distintos tamaños y distintas excusas. Las personas se dieron cuenta, por supuesto, pero para cuando eso sucedió ya él no entraba en mi habitación y a mí me daba lo mismo lo que ellos podían decir.

— Mejor heridas que licor, mamá — le dije la vez que me enfrentó por los cortes.

Yo estaba fumando un cigarrillo mientras miraba por la ventana. Había llovido a cántaros ese día, por lo que el cristal se encontraba lleno de pequeñas gotas de agua... tan transparentes y escurridizas.

Sus ojos estaban enrojecidos por las lágrimas aguantadas. Se negaba a llorar frente a mí... y yo me negaba a mostrar compasión. Mi mirada permaneció impasible al igual que mi actitud.

O lo aceptaba, o no... no me importaba. Ella sabía que lo seguiría haciendo aunque se negara.

— Te estas lastiamando, Camila, ¿crees que eso es normal?— habló bajito.

Volte la mirada nuevamente a la ventana y pensé seriamente en todo. Nada en mí era normal, ni mi infancia, ni mi familia, ni mis recuerdos. Qué más da si mi piel tampoco lo es.

La ignoré concentrandome en las pequeñas gotas que seguían cayendo por el frío cristal. Se veían tan delicadas... tan libres.

— Me estas lastimando— susurró rompiendo con el silencio.

— Creo que en esta familia somos expertos en eso, ¿no lo crees?— exhale el humo con lentitud, aún sin mirarla.

Apagué la colilla y me acurruque aún más en el sillón, abrazándome a mí misma. Mi visión continuó en las pequeñas gotas que corrían por la ventana.

¿Escuchas eso?.

Es el silencio de mis recuerdos y de mis pensamientos.

Se escucha exactamente como el cielo.
Así que... qué importan unas cuantas heridas sí luego tendré esto.

Tranquilidad.

Indiferencia.

Y silencio.

La coleccionista de heridas {EN EDICIÓN}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora