Cinco

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La nieve hacía que sus pies no consiguieran entrar en calor ni con los dos pares de calcetines gruesos que se había puesto en un arranque de sentido común tan propio de ella. De por sí era
una mujer friolera y estaban a dos grados bajo cero, lo que tampoco ayudaba mucho a su causa de sentirse cómoda en aquel pueblecito blanco.
A pesar de su entereza para casi todo, la sorpresa de encontrarse con Christopher en la casa la había descolocado totalmente. No es que el chico le gustara un poco, ni siquiera se trataba de que
estuviera resentida con él por no considerarla ni atractiva ni interesante, nada de eso. Lo que le sucedía con Christopher era mucho más visceral y recíproco. Los dos se habían repelido de forma instintiva desde la primera vez que se vieron, si bien no de la misma manera, ya que ella nunca le habría catalogado como poco atractivo, aunque sí que le había parecido un hombre arrogante y engreído cuya máxima seguramente fuera regodearse en su propio hedonismo.
Dulce se paró de sopetón y dio una fuerte patada en el suelo, ¡maldita sea!
Al final iba a ser cierto que le importaba que él no la considerara ni remotamente interesante. Intentando calmar su malhumor, respiró hondo, y movió los dedos de su mano izquierda como si
estuviera acariciando las cuerdas de su chelo.
La derecha la mantuvo pegada a su cuerpo, usar un arco imaginario en plena calle podía ocasionarle algún que otro problema, algo que había descubierto en varias ocasiones en las que no se había podido controlar a tiempo y había atraído la atención de los viandantes.
Cuando la música imaginaria consiguió su efecto, calmar su mal genio, decidió que debía mostrarse
magnánima y reconocer que quizás, y solo quizás, le había prejuzgado sin molestarse siquiera en darle una oportunidad para conocerle. Por otro lado, esa misma mañana tampoco había sido respetuosa con su descanso y ya que estaba siendo sincera tenía que admitir que además de porque necesitaba tocar para relajarse, el motivo que realmente la impulsó a hacerlo a esas horas de la madrugada no había sido otro más que molestarle.
Dispuesta a demostrar que él también se había equivocado con ella, se encaminó hacia la calle principal, a la caza y captura de una panadería en la que conseguir bollos y comprar de ese
modo su perdón o al menos algo de paz doméstica, porque eso sí, si esperaba de ella una disculpa, es que era más estúpido de lo que parecía.
Algunas mujeres del pueblo paseaban por allí con falda y, ¡sin medias! Con el frío que hacía, ¡si hasta el agua de la fuente estaba congelada!
Las señoras la saludaron con sonrisas sinceras y le explicaron, cuando ella preguntó, dónde podía
encontrar la panadería del pueblo y el único bar de la localidad, dato por el que de momento no estaba interesada, aunque no descartaba que en algún instante le interesara viviendo con quien
vivía.
De hecho las amables señoras le contaron entre susurros conspiradores que el dueño era el alcalde y que a pesar de ello servía bebidas ilegales en su bar. Tras semejante explicación no pedida, Dulce tomó nota mental de visitar más adelante el mentado bar, y se dirigió hacía la dirección en la que le indicaron que estaba la panadería.
El local era bastante grande, pero lo más importante era lo calentito que se estaba allí dentro, y el olorcillo que desprendían el pan y las pastas que despertaban el hambre voraz de Dulce.
La dependienta, una mujer de unos cuarenta años, la miró de arriba abajo, con descaro sí, pero con simpatía. Sin intención de ofender, sino con la sana curiosidad humana.
—Así que tú eres la novia del guapo estiloso.
—¿Perdón?
—Hija, yo te perdono lo que sea — comentó la mujer, riendo.
—Es que no he comprendido lo que quería decir.
—Para empezar, háblame de tú. Soy Eugenia —le dijo tendiéndole la mano a través del mostrador—. Encantada.
—Dulce María.
—A ver Dulce, voy a ponerte al día —explicó poniendo su mano derecha en la cadera y gesticulando con la izquierda
—. La Pepa vio a tu novio entrando en casa de los Puente y en seguida alertó a todas las que estaban aquí en ese momento. Yo no lo he visto, a tu novio, quiero decir, pero la Pepa tiene buen
gusto. A ti ni te pregunto si tiene razón.
—Y volvió a reír—. ¿Cuánto tiempo van a quedaros por aquí?
Eugenia era bajita con el cabello teñido de rojo e iba exageradamente maquillada. Se la veía delgada bajo el delantal blanco. Su actitud abierta y risueña era sin duda la de una persona que sabía cómo atender al público.
—LChristopher no es mi novio —respondió entre alucinada y sorprendida por el escrutinio al que estaba siendo sometida
—. Y me quedaré en el pueblo hasta el tres de enero.
La mujer obvió la parte de su respuesta que menos le interesaba y siguió con su perorata.
—Bueno, novio, prometido, amigo con derecho a roce… Lo que sea que se diga ahora.
—Pero es que…
—Eso sí, Dulce, ten cuidado con las lagartas que han venido a pasar el Fin de Año en casa con la familia, que esas no respetan ni anillos ni nada de nada. Con eso de que andan estudiando
fuera, se creen que tienen derecho a comerse el mundo y a cualquiera de los que hay en él.
—De acuerdo, estaré atenta — contestó intentando escabullirse de tan incómoda conversación.
Estaba claro que nada de lo que dijera iba a conseguir que Eugenia desistiera de la idea de que eran pareja, y Dulce era demasiado práctica para complicarse la vida intentando convencerla de que estaba equivocada.
—Es lo mejor, bonita. A ver, ¿qué te pongo? —preguntó al fin.
—Dos barras de pan y un cuarto de las rosquillas esas de ahí, las del azúcar glass. —Indicó
—Son de anís, ya verás lo mucho que le gustan a tu novio. —Y le guiñó el ojo riendo—. ¿Te pongo algunos almendrados?
—No, gracias. Soy alérgica a los frutos secos.
—¡Qué lástima con lo buenos que están! Pero míralo por el lado bueno, engordan mucho. —Le sonrió, solidaria.
Dulce le devolvió la sonrisa, pero no añadió nada más; acababa de concluir que Eugenia era una mujer a la que realmente valía la pena conocer. Su positivismo y buen humor eran contagiosos.
Christopher holgazaneó en la cama poco dispuesto a levantarse y toparse con su compañera de casa. Una cosa era verse forzado a convivir con ella unos días y otra muy distinta que estuviera dispuesto a pasar su valioso tiempo a su lado.
Un tiempo que se le iba a hacer eterno teniendo en cuenta que no había televisión ni conexión a Internet y que su iPhone apenas disponía de datos con los que poder entretenerse.
Y para colmo de males Dulce ni siquiera le caía bien, era… Demasiado, esa era la palabra que la definía.
Demasiado directa, demasiado exagerada y demasiado gritona… Por no hablar del modo en que había sentido su roce en la cocina la noche anterior…
Como si su piel se hubiera hipersensibilizado con el contacto. De hecho todo en él se sensibilizaba cerca de ella: su mal humor, su sarcasmo…
Unos suaves golpes en la puerta lo sacaron de sus pensamientos.
—¿Christopher? —preguntó la susodicha en un susurro demasiado alto para considerarse como tal.
—No estoy visible —dijo para evitar que ese torbellino de mujer entrara a perturbar el remanso de paz que era su dormitorio.
—De acuerdo. Solo quería decirte que he preparado el desayuno para… los dos.
—¿Por qué?
—Para… compensarte por lo de esta mañana.
Ucker estuvo a punto de soltar una carcajada cuando notó lo mucho que le había costado pronunciar esas palabras que podrían considerarse, en cierto modo, una disculpa. Incluso había
sonado como si estuviese a punto de atragantarse.
Se levantó de un salto de la cama, se plantó en la puerta y la abrió, topándose con el rostro pecoso de Dulce y sus grandes ojos marrones. Un inexplicable ramalazo de deseo barrió su espina
dorsal. Se obligó a pensar que se trataba de la típica reacción mañanera, poco dispuesto a admitir que le atraía de algún modo inexplicable y desconcertante.
—Bajaré en seguida. Espero que sepas hacer café.
Dulce se mordió la lengua y sonrió con fingido candor.
—Por supuesto que sé. Ya te dije que era muy lista —espetó con orgullo —. No sabía que tuvieras tan mala memoria.
Se paseaba nerviosa por el salón, cómo narices se le había ocurrido mostrarse amable con Ucker, ¿estaba loca o qué? Tendría que haberse quedado calladita y lo más importante, sorda. Su
conciencia era demasiado entrometida para su propio bien. Cansada de esperar a que el señorito bajara a desayunar, fue a la cocina y comenzó a servirse un café solo, la leche le sentaba fatal por lo que se había acostumbrado a tomarlo así.
Estaba a punto de echarse el azúcar cuando Christopher entró en la cocina vestido con unos vaqueros y un jersey azul celeste. Sin ser consciente de lo que hacía, los dedos de Dulce comenzaron a acariciar las cuerdas imaginarias de su chelo, buscando el sosiego en la melodía
imaginaria que reproducían.
—No ibas a esperarme. Sí que te ha durado poco la buena voluntad.
—Todavía no he bebido. —Se defendió.
Christopher se sirvió una taza y abrió la nevera buscando la leche. No metió la taza en el micro lo que consiguió que Dul le mirara con aprensión.
—¿Qué pasa?
—Hace frío. Deberías calentártelo.
—No me gustan las bebidascalientes. Pero vamos a lo importante, he venido hasta aquí para trabajar, y no pienso irme y dejarte el campo libre, así que lo mejor que podemos hacer para
convivir en paz es establecer horarios.
—¿Horarios? ¿De trabajo?
—Sí, de silencio —especificó, mirándola fijamente.
—Pues eso va a estar complicado porque yo he venido a este pueblo alejado de la civilización únicamente para ensayar, y eso implica crear música. El silencio no me interesa.
—¿Para qué estás ensayando? —
preguntó con curiosidad mal disimulada.
—Quiero ser la primera chelista de la orquesta del Palau.
—¡Ah! Ya veo…
—No entiendes nada, ¿verdad?
—Mujer, tanto como nada. Entiendo de muros de carga, de materiales… Pero no, no entiendo nada de lo que me cuentas. ¿Tanto se me nota?
—No, lo has disimulado muy bien, es que soy muy lista.
—¡Qué graciosa!
Dulce parpadeó entre sorprendida y admirada. Era la primera sonrisa sincera que le veía esbozar y era perfecta.
Demasiado perfecta, transformaba su cara atractiva en impresionante.
Intentando que él no se diera cuenta centró su atención en el modo de explicarle lo que hacía.
—A ver cómo te lo digo para que lo comprendas… Ser la primera chelista sería algo así como ser el capitán en un equipo de fútbol en el que todos los jugadores tocan el chelo —declaró tras
pensarlo unos segundos.
—¡Ahora sí que te entiendo!
—¿Ves cómo soy muy lista? — Replicó muy seria.
—¿Y el director de la orquesta?
—Ese sería el entrenador —dijo con una sonrisa al imaginar a Bertram Mosel, su director de orquesta, como un apasionado y rudo entrenador de fútbol.
Era tan serio y mesurado, tan opuesto a esa imagen…
—Interesante… Lo que no sabía era que el chelo fuera tan importante en una orquesta.
—Ahora ya lo sabes —respondió altiva, olvidando el buen tono anterior.
—Cierto. Procuraré recordarlo, pero ya sabes que mi memoria es muy mala.
Ucker reconoció con sorpresa que había encontrado una virtud en Dulce que jamás hubiese esperado, una mujer versada en fútbol era el sueño de cualquier fanático del deporte rey.
Debería haberlo deducido cuando la vio en el campo, pero prefirió pensar que estaba allí para ver al futbolista de turno, lo sorprendente era que Poncho no hubiese intentando vendérsela por ese lado, al parecer sus amigos por fin habían comprendido que Dulce y él eran incompatibles.
Contra todo pronóstico no fue la única virtud que halló en ella esa mañana, durante más de una hora hablaron y compartieron rollitos de anís sin agredirse verbalmente, las peleas pasaron a ser tan suaves como las de un simpático flirteo y ambos descubrieron que el otro no era como creían.
El único punto que creó tensión fue el de los horarios: Dulce nunca había tenido que limitar su arte, en casa disponían de una habitación insonorizada de manera que podía tocar cuando sentía la necesidad de hacerlo.
Christopher, por su parte, exigía que la mesa del comedor quedara despejada para su uso exclusivo, comerían en la cocina y así él podría trabajar sin tener que transportar de un lado a otro sus materiales.
Dulce estaba encerrada en su dormitorio y Ucker diseñaba en el salón.
No había ninguna razón para que no pudiera tocar, se dijo. Él estaba lo suficientemente lejos como para que el sonido del chelo le llegara amortiguado y distante, seguro que no le molestaría, ¿no? Indecisa se levantó de la cama y se acercó hasta la silla en la que descansaba su instrumento. Se quedó parada frente a él, debatiéndose entre dejarse llevar por esa necesidad que tiraba de su estómago y ponía en movimiento sus dedos, o cumplir con el horario impuesto por Christopher.
Su independencia se impuso, nunca había llevado bien que le dijeran lo que podía o no hacer. Levantó el chelo de la silla y se sentó con él entre las piernas, con cariño, lo sacó de su funda rosa
chicle y se dispuso a perderse entre las notas del Op. 85 de Elgar, en ese instante la habitación dejó de existir.
Christopher se descentró en cuanto sonó la primera nota musical. Había estado durante casi veinte minutos intentando visualizar lo que quería dibujar. Minutos tirados a la basura porque justo en el
instante en que había comenzado a trazar líneas Dulce había decidido incumplir el horario que habían establecido.
En un arranque de ira soltó el lápiz y subió corriendo las escaleras para enfrentarse con ella por romper el pacto de no agresión que habían firmado durante el desayuno. ¿Qué le pasaba con ella? ¿Por qué era capaz de alterarle a un nivel al que no llegaba nadie más? Siguió corriendo hasta que llegó al dormitorio que Dulce ocupaba y se quedó paralizado en la puerta.
Tenía los ojos cerrados y una suave sonrisa en los labios que dejaba ligeramente entreabierta su boca. En esos instantes Ucker no pensó que era poco agraciada, más bien todo lo contrario, su pelo, normalmente recogido en una coleta despeinada, campaba suelto por sus hombros
llegando casi a rozarle los pechos y el modo sensual en que había ladeado la cabeza exponiendo su largo cuello a su mirada ávida le erizó la piel y le sorprendió con la misma fuerza…
Aturdido por el hecho de que su enfado le hubiera impedido descubrirla la primera vez que la vio tocar.
Olvidó el motivo por el que había subido hasta allí a toda prisa, y olvidó la razón por la que debía estar molesto con ella. Sin saber porqué actuaba de ese modo se quedó allí en silencio,
contemplando cómo una mujer corriente se convertía en extraordinaria en un instante de magia.

Dulce Maria No Deshoja MargaritasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora