Veintitrés

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Una sonrisa satisfecha y feliz se instaló en su rostro al rememorar lo ocurrido tras la cena; desde el instante en que habían abandonado apresuradamente el restaurante, había estallado el deseo
entre ellos como los fuegos artificiales de la Nit del Foc.
Como si hubiera notado sus pensamientos, Christopher alargó un brazo y la estrechó contra su cuerpo. Dulce se acaloró al notar su dura anatomía pegada a su trasero, pero se resignó
instantes después, cuando comprobó que seguía durmiendo. Iba a tener que distraerse de otro modo.
En la penumbra de la habitación se fijó en el dormitorio, al llegar había tenido los sentidos tan embargados por Ucker que ni siquiera se había fijado en lo que la rodeaba. Aunque siendo
práctica tampoco es que hubiera mucho que mirar: una cama enorme con dos sencillas mesitas de madera oscura a cada lado, un armario empotrado y la puerta que llevaba al baño del
dormitorio, ningún adorno ni nada que imprimiera personalidad a la estancia.
La curiosidad por ver si lo demás era tan austero y práctico la instó a levantarse. Con cuidado, despegó su brazo de su cintura, por donde Ucker la tenía asida, y salió de la cama con la
camiseta de Led Zeppelin que le había dejado para dormir cuando le había confesado que era incapaz de hacerlo desnuda.
La risa de él había vuelto a activar sus sentidos de manera que no se la había puesto hasta horas después cuando se quedó saciado y dormido a su lado.
Con la sonrisa esculpida por los agradables momentos que acaba de disfrutar, se levantó y se la puso, pero estaba tan deliciosamente cansada que no se fijó en nada más que en la acogedora cama, buscó el calor del cuerpo de Christopher y se quedó dormida al instante.
Pero eso había sido la noche anterior, ahora era de día y estaba dispuesta a satisfacer su curiosidad.
Descalza salió con sigilo de la cama y de la habitación para pasearse a sus anchas por el piso. Y es que las únicas estancias que conocía de la noche anterior eran la cocina, suspiró al recordarlo, y el cuarto de baño del dormitorio.
La segunda puerta del pasillo estaba entreabierta y la curiosidad la empujó a abrirla del todo. El sol de la mañana bañó su rostro, dos enormes ventanales iluminaban una habitación decorada en
naranja oscuro y negro, los estores en un naranja más claro, permitían que entrara la luz natural. Inmediatamente se sintió a gusto en ese lugar. No era para nada como el dormitorio, era una habitación cargada de vida, que hablaba de la persona que la habitaba.
Las estanterías, repletas de libros de arquitectura y novelas, alternaban el negro y el naranja. Estaban situadas de modo que rodeaban lo que Dulce dedujo que era el despacho de trabajo
del arquitecto. Una gigantesca mesa de dibujo repleta de papeles y reglas, estaba situada estratégicamente para que le diera de pleno la luz que entraba por las ventanas.
Era sin duda la habitación más grande de la casa, o al menos mucho más grande que el dormitorio, que era lo que había visto hasta el momento. El suelo estaba enmoquetado y un acogedor
sofá negro presidía la pared frontal; comprendió que era el lugar en que más tiempo pasaba su anfitrión.
Se acercó hasta una de las estanterías en las que había varios trofeos y se topó con los rostros
adolescentes de Poncho y de Ucker sosteniendo uno de ellos con enormes sonrisas victoriosas.
El sonido de su móvil la hizo salir corriendo de allí, ¿dónde había dejado su bolso? No debía de andar muy lejos porque el sonido parecía próximo…
Al girar por el pasillo lo vio en el suelo. ¡Dios, qué vergüenza!, pensó.
Había estado tan alterada que ni siquiera había sido capaz de colgar el bolso en el perchero de pie de la entrada.
La melodía cesó cuando por fin pudo hacerse con el teléfono, pero la tregua duró unos segundos. Inmediatamente después volvió a sonar el Réquiem de Fauré.
La cara sonriente de May en la pantalla le anunciaba que era su compañera de piso quien llamaba.
—¿Para qué quieres el móvil si no lo usas? —Exigió en cuanto descolgó, sin darle tiempo siquiera a Dulce a saludar.
—¿Por qué tengo diez llamadas perdidas tuyas?
—No has venido a dormir. No sabía dónde estabas…
—¿Y?
—Tú siempre vienes a casa. No es normal que no aparezcas en toda la noche. Estaba preocupada por ti, eres una desconsiderada. —Se quejó.
—Si sigues por ese camino vas a terminar aguándome el día, y que sepas que me he levantado muy feliz.
—Estoy segura de que Christopher te ha compensado por todas las demás noches sin sexo de tu vida. —Sentenció May—. Es la única razón que se me ocurre para que estés tan eufórica.
—¡Qué mala es la envidia!
—Te equivocas, me alegro por ti. Pero la próxima vez que te quedes a dormir en su casa, avísame.
—¡Dul! —Llamó Ucker desde el dormitorio. Levantándose apresurado para comprobar que no se había marchado en plena noche.
—Tengo que dejarte —explicó a May que seguía al otro lado de la línea, pendiente de cada sonido que le llegaba amortiguado por el teléfono.
—Seguro que sí. Aprovecha el buen humor mañanero.
—Adiós. —Colgó con una sonrisa. ¿A qué buen humor se refería su amiga?
¿Al suyo o al de Ucker?
—Dul. —Volvió a llamarla, esta vez más cerca—. ¿Dónde estás?
—Estoy aquí.
Una cabeza despeinada asomó por el pasillo, pero Dulce no se fijó en esa parte de Christopher …
—¡Hola! —Saludó tratando de alisar su enmarañado cabello.
—Estás preciosa.
—¡Qué encantador te levantas! — dijo sin apartar las manos de su pelo.
—Es la verdad, mi camiseta te sienta muy bien —comentó al tiempo que paseaba la mirada desde la punta del dedo gordo del pie hasta la parte de arriba de su cabeza—. ¡Preciosa!
—Bueno, tú estás… humm, estás…
—¿Desnudo?
—Iba a decir impresionante.
—Sí, eso también. —Concedió al tiempo que daba los últimos pasos que le separaban de ella y se abalanzaba hambriento sobre su boca.
Saltando a sus brazos, Dul enrolló las piernas en su cintura y se dejó llevar por el beso siguiendo el
consejo que su amiga acababa de darle.

—Eres una cajita de sorpresas —dijo, horas después, mientras recobraba fuerzas devorando las tortitas que Ucker le había preparado en solo unos minutos.
—Tengo más virtudes, ya lo verás.
—Sí, una de ellas es la modestia. — Le pinchó.
—¡Adoro tu lengua viperina! Ocultando una sonrisa, le miró aparentando ofenderse.
—¿Qué haces este fin de semana?
—Nada en especial. Esta tarde tengo ensayo porque dentro de quince días se retoma la programación en el Palau con tres conciertos. Acompañaremos a una cantante valenciana que quiere grabar un disco en directo —explicó—. Después de eso estoy libre. ¿Por qué me lo
preguntas? —Se sorprendió a sí misma cuando descubrió que quedar con él le resultaba más interesante que el Valencia-Sevilla que se jugaba esa noche.
—Por si querías que quedáramos, el domingo no puedo porque viene una amiga de viaje y va a quedarse en casa.
—Y añadió—: No es que pretenda tenerte en exclusividad, pero me encantaría verte mañana.
—¿Qué? —Le cortó, impidiéndole seguir.
—¿Qué de qué?
—Lo de la exclusividad, ¿qué has querido decir con eso?
—Lo que he dicho, solo somos amigos y entiendo que salgas con otras personas. No pretendo que me guardes fidelidad. Sería absurdo exigirte algo que yo no puedo ofrecerte.
—¿Quieres que salga con otros hombres, además de contigo?
—No, no quiero que lo hagas, pero tampoco espero que no lo hagas. Digo que nuestra relación no es convencional, tú sigues haciendo tu vida normalmente y yo hago la mía… Ya hemos hablado
de esto antes. Yo tengo amigas, tú tienes amigos.
—¿Me estás diciendo que tú te acuestas con tus amigas? —La incredulidad y el dolor era patente en su voz.
—Eso ya lo sabías. Nunca te lo he ocultado.
Dulce se llevó las manos a las sienes, cuando las palabras cobraron sentido en su saturada mente. Christopher había usado el término «amiga» en demasiadas ocasiones: «Yo siempre beso a mis amigas».
—Tengo que irme.
—¿Por qué? ¿Qué sucede? — preguntó realmente descolocado por su reacción.
—Nada. Nada en absoluto. Únicamente que he decidido que ya no estoy interesada en tu amistad.
—¿Por qué dices eso? No lo entiendo, Dulce. Hace un momento estábamos bien.
Hace un momento no me había dado cuenta de lo idiota que soy, se dijo.— Ya tengo muchos amigos y tu concepto de la amistad dista mucho del mío. Es mejor que acabemos con esto
cuanto antes. —Pidió. Y tras ello se marchó de la cocina apresuradamente,
dispuesta a olvidar las últimas semanas de un plumazo.
Se vistió a toda prisa y, salió del piso sin molestarse en mirar atrás.
Christopher no reaccionó hasta que escuchó cómo se cerraba la puerta del piso con un portazo. ¿Dónde estaba el problema? ¡Por Dios! ¿Qué había dicho para que se marchara de ese
modo? ¡Joder! Dulce le gustaba, no quería dejar de verla.

Dulce Maria No Deshoja MargaritasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora