Seis

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La música le había ayudado a relajarse mentalmente, pero necesitaba descargar la tensión de su cuerpo de otro modo.
Uno que relajara sus músculos contracturados y despejara su cabeza de hombres atractivos con delantal.
Con decisión, abrió el armario en el que había guardado sus pertenencias, tomó una toalla, su neceser y se encaminó hacia el único baño de la casa, descalza con unos gruesos calcetines y el chándal.
Una vez en el aseo, abrió el grifo del agua caliente y dejó que corriera casi ardiendo, al tiempo que se desnudaba y se metía en la bañera, suspirando al sentir el chorro sobre su cabeza, sus hombros…
Alargó el brazo y tomó el champú para lavarse el cabello, masajeaba el cuero cabelludo con dedos firmes mientras su perfume afrutado colaboraba relajando la tensión acumulada en los tres días que llevaba en Alcolea.
Durante unos minutos se deleitó con la maravillosa sensación de calor que relajaba sus músculos. Su piel había empezado a arrugarse cuando se decidió a salir de debajo del agua. Apartó la
cortina de plástico, adornada con nenúfares, y asió la toalla que había dejado sobre la tapa del inodoro.
Comenzó secando su cabello para terminar envolviéndose el cuerpo con ella. Iba a vestirse cuando se dio cuenta de que no había llevado consigo la ropa.
Con un suspiro exasperado plegó el chándal, la lencería y los calcetines sucios y los dejó en el mismo sitio en el que había dejado el resto de sus cosas.
Se lavó los dientes, se peinó y salió del baño ataviada solo con la toalla. El suelo estaba tan frío que sentía cómo se le encogían los dedos de los pies.
Aceleró el paso mirándoselos, cuando se dio de bruces contra algo duro y muy caliente.
—Qué demonios… —murmuró, sintiendo dos manos aferrarse a sus caderas.
—Lo siento, no miraba por donde iba. —Se disculpó incómoda por su semidesnudez.
—Pareces un perro mojado —le dijo, con una sonrisa cariñosa—. Vístete antes de que te resfríes.
—Ya puedes olvidarte de que te invite a más rosquillas. —Bromeó para disimular lo mal que le había sentado el comentario.
—¿Por preocuparme de tu salud? — Inquirió desconcertado.
—¿Perro mojado?
—¿Un precioso perro mojado?
—Buen intento. —Alabó su rápida reacción—. Pero ya no cuela.
Sin añadir nada más, esquivó su cuerpo y siguió caminando hasta su dormitorio, inconsciente de la erección que pugnaba por abrir un agujero en los pantalones de Ucker.
Este agachó la cabeza y se miró la entrepierna, sin duda tenía vida propia y no seguía ninguna lógica. Dulce no era su tipo, de acuerdo que no era tan odiosa como había pensado tras sus
desencuentros en la librería, en el fútbol… Y que tenía un cuerpo tentador, pero de ahí a la reacción que le provocaba había por lo menos… Un océano.
—Wow, cuánta razón tenía la Pepa. Chico, eres guapísimo —dijo una voz en la puerta cuando Christopher fue a abrir, unas horas después del choque.
Dulce supo inmediatamente quién era su visitante. Con una sonrisa salió de la cocina, en la que prácticamente vivían desde que su forzado compañero había invadido el salón con sus proyectos, y
saludó a la mujer.
La expresión de incomprensión de Ucker era tan evidente como la de admiración de Eugenia. En un arranque de compasión, Dul asumió el control de la situación.
—Christopher, esta es Eugenia, la panadera. —Y añadió con una sonrisa pícara—: La que hizo las rosquillas de anís que tanto te gustaron.
En seguida las dotes seductoras de él se pusieron en marcha como un engranaje bien engrasado.
—Eugenia, encantado de conocerte. He de confesarte que tus rosquillas de anís son las mejores que he probado nunca.
La mujer rio, complacida por el cumplido.
—Me da en la impresión, Christopher, que eso se lo dices a todas.
—Te aseguro que eres la única — respondió con voz melosa.
—Seguramente porque mis rosquillas son las primeras que has probado. —Adivinó Eugenia sin perder la sonrisa.
—Ahí me has pillado.
Dulce siguió la conversación en silencio, Ucker se veía diferente mientras hablaba con la panadera,
estaba relajado y mucho más cómodo con esa mujer que acababa de conocer de lo que nunca había estado con ella, aunque siendo justa su relación estaba cambiando.
Invitaron a Eugenia a tomar café con ellos, todavía sin conocer el motivo de su sorprendente visita. Se sentaron en la mesita de la cocina donde habían estado desayunando y hablaron de lo
concurrido que estaba el pueblo durante las Navidades, la Semana Santa y el verano, mientras que el resto del tiempo vivían las mismas familias de siempre.
Finalmente Eugenia se decidió a exponer el motivo de su visita, que no era otro que invitarles a la fiesta de Nochevieja que iban a celebrar en el único bar, y a la que asistía el pueblo al completo.
—No pueden negarse. Sé que no tienen televisión y hay que tomarse las uvas de la suerte para tener un buen año.
—Eso es cierto —comentó Ucker mirando a Dulce—. Las uvas atraen a la suerte.
Un escalofrío le recorrió la espalda, ¿estaba pidiéndole que le acompañara?
¿Iría él solo si ella se negaba? Entonces se dio cuenta de que no quería comprobarlo, el que le importara su opinión le había gustado demasiado como para tentar a la suerte.
—Sí, supongo que sí. Yo siempre he tomado las uvas en Nochevieja y al día siguiente he escuchado el concierto de Año Nuevo desde Viena —dijo con el ánimo tocado al recordar el concierto.
Cada año que pasaba se prometía que al siguiente formaría parte de ese momento, que experimentaría la sensación de tocar en una de las mejores orquestas del mundo, quizás la mejor.
Pero jamás cumplía con ello.
—¿Qué concierto es ese? — preguntó Eugenia.
—Es que Dul es chelista — explicó Ucker con amabilidad—. La música es lo que más le importa.
Ella se sorprendió de que se hubiera dado cuenta, pero también de que lo hubiese dicho con tanta naturalidad, sin dobles sentidos ni burlas veladas.
—¿Más que tú? —preguntó Eugenia asombrada—. Pues perdona que te diga, preciosa, pero estoy segura de que si yo tuviera un novio así lo demás me iba a importar más bien poco.
—¿Novio?
—Bueno Christopher, ¿tú también con lo mismo?, novio, amigo con derecho a roce… Yo qué sé cómo lo llaman ahora.
—Pero es que… —Comenzó Ucker con intención de aclarar el malentendido.
—Pues menos mal que has venido acompañado porque si no la Nochevieja iba a ser un infierno para ti, las tienes a todas locas por conocerte. ¡Chico! Eres nueva mercancía y por aquí se ve poco
de eso, lo que me extraña es que no se haya pasado ninguna por casa con alguna excusa para verte de cerca.
—Nosotros no… —Intentó explicar Dulce ante el repentino silencio de Christopher.
—Nosotros no faltaremos, ¿verdad, cariño? —Zanjó él, pasándole el brazo por los hombros y atrayéndola hacia su cuerpo.
Un estremecimiento sacudió a Dul con tanta fuerza que estuvo segura que tanto Eugenia como Ucker lo habían notado. Como respuesta este la acercó más, asiéndola por la cintura con
delicadeza.
—Eso es estupendo. Los esperamos después de cenar. Ahora me voy que tengo que despachar pan.
Y tras conseguir su propósito se marchó de allí con una enorme sonrisa de satisfacción. ¡Cómo estaba el chico!, no había duda de que la Pepa tenía buen gusto, y la verdad era que hacían muy
buena pareja.
Todavía no había cerrado la puerta tras de sí cuando Christopher la soltó y le preguntó a Dulce el motivo por el que la panadera creía que eran pareja.
—La verdad es que no tengo ni la más remota idea. Supongo que no concibe que estemos aquí juntos sin tener algún tipo de relación. Después de todo vive en un pueblo, rodeada de gente mayor. No sé por qué te extraña — comentó sin ningún tipo de remordimientos ante la mentira. Se
mordió la lengua inmediatamente después para no sobreactuar, mentir se le daba fatal, por no hablar de que todavía estaba alterada por el abrazo.
—Bueno, en cualquier caso que lo pensara me ha permitido salvar el pellejo. No tengo ganas de rechazar a nadie.—
Veo que eres muy modesto. — Censuró Dul.
—Solo repito lo que ha dicho Eugenia. Además no tienes por qué preocuparte, lo único que tienes que hacer es sonreírme y darme algún besito para que sea creíble que somos novios.
Dulce abrió mucho los ojos, sorprendida por el último comentario.
—¿Estás loco?
Ucker estalló en risas al ver su reacción.
—Si no fuera porque mi ego es excelente, como todo lo demás —añadió con intención de provocarla—, realmente me sentiría insultado.
—Tal vez deberías.
—Dulce, Dulce… ¿realmente crees que me engañas con esa actitud pacífica? Estoy seguro que has pensado en besarme unas cien veces desde que estamos aquí, me miras constantemente la boca.
—¿Qué? ¿Yo? —E inevitablemente, tras su comentario, fijó la mirada en sus labios.
Ucker volvió a reír. Disfrutando del efecto que provocaban sus bromas en Dulce.
—Eres la persona más divertida que he conocido nunca.
—Lástima no poder decir lo mismo de ti —comentó ella, todavía ofendida por sus burlas.
Ucker ignoró su malhumor.
—Por cierto, ¿qué era eso que tocabas ayer? No sonaba como lo que has estado ensayando.
—¿Me escuchaste?
—Era imposible no hacerlo.
—Me sorprende que no vinieras a regañarme. —Le pinchó.
—He descubierto que tu música me inspira —lo dijo con sarcasmo, pero no era mentira, las palabras eran más veraces de lo que hubiera deseado—. Pero solo cuando tocas lo que ensayaste
ayer.
—Lo que escuchaste fue el Concierto para Violonchelo en Mi menor, Op. 85 de Elgar, una de mis
piezas favoritas. Lo que me sorprende es que la distinguieras de Concierto para Violonchelo y Orquesta N.º 1 en Do mayor de Haydn que es la que practico para la prueba.
—Mala elección —le dijo él al tiempo que se encaminaba de nuevo a la cocina—. La otra se te da mucho mejor.
Dulce rechinó los dientes. No, si al final iba a resultar que también era un experto en música.

Dulce Maria No Deshoja MargaritasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora