Capítulo 22.

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La lluvia me rodea

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La lluvia me rodea. Siempre lo hace.

En algún lugar por encima de mi cabeza, en el cielo, un trueno sacude las nubes.

La tormenta es densa, fría y feroz. Sé que estoy en el bosque, pero no veo nada más allá de un par de pasos por delante. Estoy empapado de pies a cabeza, y el agua helada me pega la ropa a la piel y se me mete en los ojos. Escucho aullidos, pero no veo lobos por ninguna parte. Conozco estas montañas, pero no consigo ubicarme.

Tengo frío.

Me abrazo a mí mismo y avanzo entre la maleza. Los pies se me hunden en el barro y la lluvia ahoga el sonido de mis pasos. Otro trueno retumba entre las copas de los árboles, seguido de otro, y otro más. Se me eriza la piel de los brazos. Me estremezco. No veo otra cosa que no sea agua y oscuridad. La tormenta ahoga mis sentidos y la penumbra crea fantasmas en mi cabeza. Es como si cada vez lloviera con más fuerza, con más rabia.

Un trueno, y luego aullidos. Están cerca. Muy cerca. Me tienen rodeado.

Algo pasa corriendo a mi lado, rozándose contra mi pierna en un borrón antes de desaparecer en la noche. Gruñidos. Más aullidos. Otro lobo corre demasiado cerca de mí. Trastabillo hacia delante y mis pies acaban hundidos en un charco lleno de lodo.

El viento se enfurece y deja caer sobre mí hojas y ramas rotas. Los lobos siguen llegando, uno tras otro, gruñendo y aullando sin parar mientras corren y me embisten desde todas direcciones. Yo también empiezo a correr. Primero a trompicones, luego cada vez más y más rápido. Quiero salir de aquí, tengo que hacerlo.

La lluvia y los truenos me persiguen, y también los lobos. No me dan tregua, y ahora son visibles en medio de la oscuridad. Tienen los ojos amarillos y me enseñan los dientes. Dan mordiscos al aire, intentando alcanzarme, y sus patas se hunden en el barro y en el agua. Acelero. Me arden los pulmones y los músculos de las piernas. No puedo detenerme, pero siento que no puedo dar ningún paso más. Una parte de mí sabe que es inútil. No puedo escapar de esto.

Entonces, un trueno. Un disparo.

Tropiezo, y los lobos se abalanzan sobre mí hasta tirarme al suelo. Me muerden. Hunden los colmillos en mi piel y en mi carne y desgarran todo lo que encuentran con rabia, con ira. Se me llena la boca de barro. Me ahogo. Unos dedos como tenazas rodean mi cuello y de pronto ya no son lobos los que tengo encima, sino a Mark, que me mira desde las alturas con una sonrisa cruel y ojos que brillan amarillos en medio de la tormenta. No puedo respirar, y él se agacha hasta que sus labios rozan mi oreja.

—Estás solo, Alec —se burla—. Y siempre lo estarás.




Me despierto sobresaltado, con la angustiante sensación de que me estoy asfixiando y la voz de Mark todavía resonando en mi cerebro. Estoy empapado de un sudor frío y pegajoso, tan familiar como las pesadillas que me impiden dormir. Aun así, la confusión me invade. Por un momento, no sé dónde me encuentro. Esta no es mi habitación, ni ninguna otra parte de mi casa. Entonces, veo la escayola que cubre mi brazo derecho y todo vuelve a tener sentido. Estoy en el hospital, y los recuerdos de lo ocurrido regresan a mí como si rebobinara una película vieja y quemada.

El destino de la luna Donde viven las historias. Descúbrelo ahora