Cuatro meses después

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Derek entró en el despacho anexo a la biblioteca. No había necesidad de encender la luz, conocía esta estancia casi mejor que la palma de su mano. En su camino hasta el escritorio dejó la chaqueta y el maletín sobre el sofá de piel y, esquivando la mesa de café, finalmente alcanzó la enorme mesa de madera maciza que presidia el estudio. Tanteó unos instantes, hasta localizar la fina cadena que servía de interruptor de la lámpara sobre su escritorio y tiró de ella. Una suave y cálida luz inundó parte del despacho.

Observó por encima el papeleo y el escaso, pero bien organizado, correo, cada montón perfectamente encuadrado a uno y otro lado del ordenador portátil cerrado y, pasando de largo, se detuvo junto a los ventanales. A su izquierda, sobre una pequeña mesa auxiliar de vidrio y latón, había una orquídea de pequeñas flores moradas que tocó con cariño antes de pasar la vista al exterior.

Con la mirada fija en el frondoso jardín, empezó a deshacerse el nudo de la corbata. Fuera, una enorme luna brillaba en el cielo, iluminando de un tono etéreo y frío las partes más despejadas del patio y haciendo destacar las enormes rosas blancas que habían empezado a florecer en el parterre más cercano. Eran unas vistas de ensueño, el paisaje perfecto en una novela de fantasía. Pero Derek no sabía admirarlas. Las preocupaciones que le acompañaban a cada momento en su día a día le impedían disfrutar de los placeres más sencillos de la vida. Y más desde hacía cuatro meses, desde que no había vuelto a tener noticias. Había esperado que según fuesen pasando los días esa opresión e incertidumbre que se había agarrado en su pecho iría desapareciendo. Y así era, aunque el proceso era más lento de lo que esperaba.

Un movimiento en un lado apenas iluminado del jardín atrajo su atención de inmediato, provocándole un pequeño vuelco al corazón. Alerta y obligándose a no apartar la mirada, escaneó la zona con detenimiento, intentando captar cualquier indicio de lo que pudiese haber oculto en la oscuridad y alcanzando mientras tanto el teléfono móvil del bolsillo. Cuando sentía que sus nervios no podrían aguantar más ante tal incertidumbre, algo saltó al césped, justo a una zona iluminada por la luna.

Un enorme gato oscuro.

Una baja maldición salió de sus labios, junto con un suspiro. Mientras su pulso volvía al estado normal vio cómo el animal se revolcaba en la hierba unos segundos, antes de tumbarse y fijar su mirada en él. Dos brillantes orbes clavadas en su figura, como pequeños focos, hasta desaparecer de repente junto con su dueño entre la maleza.

—¡Suficiente! —exclamó corriendo las cortinas con manos aún algo temblorosas.

Se dejó caer en el asiento ante el escritorio, dejando el móvil a un lado y con la idea de mantener sus pensamientos distraídos con algo de trabajo. En poco tiempo dio cuenta de casi todo el correo, todo sin importancia o meras formalidades, cuanto más en esa época en la que toda gestión se realizaba a través de correos electrónicos y videollamada, hasta que un sobre le llamó la atención entre los demás. Lo tomó del pequeño montón, con el ceño fruncido, sin saber el por qué le inquietaba. Lo abrió sin dificultad y sacó su contenido. Solo había un papel, un cheque a su nombre con una alta cifra. Una cifra que le resultaba familiar, el escandaloso pago por un trabajo que debía haberse realizado hacía casi medio año ...

Soltó el cheque, que cayó lentamente hasta el suelo y volvió a tomar el sobre entre sus manos. Ahora sabía por qué le había llamado la atención. El sobre iba a su nombre, sí, pero no tenía matasellos. Alguien lo tenía que haber dejado sobre la mesa...

Un ruido proveniente de la biblioteca le dio la terrible conformación de que no estaba solo.

—¿Marta? —preguntó, sabiendo que la esperanza de que fuese su secretaria era mera ilusión.

—No —le contestó una voz conocida—. Marta se marchó hoy temprano.

Alec se detuvo en el umbral de la puerta, con una media sonrisa y las manos metidas en los bolsillos de unos vaqueros sueltos y rotos. Llevaba el pelo más corto, con mechones sueltos ante el rostro, y de su castaño natural, y una pequeña cadena colgando de una de sus orejas.

—¿Alec? —la mirada de Derek pasó de su sobrino al móvil que descansaba en la mesa—. ¿Qué haces aquí?

Alec le sonrió de nuevo, y empezó a pasear por el despacho, tocando una cosa aquí, abriendo un libro allá.

—Bueno, esta es también mi casa, ¿no? —preguntó con naturalidad—. De la familia, ¿recuerdas?

Derek le siguió con la mirada, nervioso, hasta verle detenerse ante la orquídea.

—¿No me preguntas dónde he estado? —dijo en voz baja mirando con detenimiento las flores.

—Pensé que estarías de viaje con alguno de tus amigos —dijo Derek intentando sonar lo más tranquilo posible—. Ya lo has hecho antes.

Vio como Alec levantaba la mirada, girando un poco el rostro, y entonces asintió.

—¡Cierto! —exclamó.

Derek no pudo por menos que respirar un poco aliviado. Quizá aún había esperanza, puede que no supiese nada. Si pudiese ganar un poco de tiempo ...

—Tío Derek —oyó que decía Alec clavando sus ojos en él—. Creo que tenemos asuntos de los que hablar...

*

Jacob apuraba su cigarro apoyado en el coche, disfrutando de los sonidos de la noche y de la cálida brisa. El tiempo había ido cambiando poco a poco, dejando atrás la humedad y el frío para dar paso a la tan ansiada primavera. Relajado se reclinó más, alzando el rostro al estrellado cielo, buscando el brillo de la luna entre las frondosas ramas de los árboles, y respiró, el aire limpio, el olor a hierba y a flores.

Un ruido le sacó de su ensoñación.

Lanzando el cigarro al suelo se volvió en la dirección de la que provenían los pasos y al poco, bajo la luz de una farola, pudo distinguir una figura que se acercaba a él. Sonrió. Alec se detuvo un instante, con una orquídea bajo el brazo, y al verle esperándolo empezó a correr hasta chocar contra él.

—¡He vuelto! —exclamó saltando sobre él y besándolo en los labios.

—Ya veo —contestó Jacob divertido, intentando mantener el equilibrio y a Alec en sus brazos. Tras devolverle el beso el muchacho se descolgó de él—. ¿Todo bien?

Alec sonrió, apoyándose la maceta en la cadera.

—Sí, hice todo como me dijiste.

Jacob le sonrió, besándole de nuevo. El beso entre los dos se profundizó y pudo notar cómo el cuerpo de Alec reaccionaba ante él.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó separándose un poco, contemplando el rostro que amaba con cariño y pasando con suavidad un dedo por la reciente cicatriz de su ceja.

—Mmmm —dijo Alec con una sonrisa, cerrando los ojos—. Bailar. Quiero ir a bailar.

Jacob rio.

—Muy bien, vamos a bailar entonces— contestó abriendo la puerta del copiloto.

—¡Hey! —exclamó Alec deteniéndole y alargando la orquídea hacia él—. Te he traído una cosa.

Jacob cogió el tiesto de cristal con cariño.

—Es preciosa.

—Sabía que te gustaría —contestó Alec entrando en el coche—. Y me daba pena que se destruyese.

Tras asegurar la planta en la parte trasera del coche Jacob se sentó ante el volante, donde besó de nuevo a Alec.

—¿Nos vamos? —dijo en sus labios.

—Sí, —contestó el muchacho con una sonrisa.

Y salieron a toda velocidad, sin quedarse a contemplar la inmensa humareda que empezaba a cubrir el cielo, ocultando las estrellas, y cruzándose a la salida de la exclusiva urbanización con un par de camiones de bomberos que acudían al aviso de un posible incendio. 

La curiosidad mató al gatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora