Capítulo 9

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-¿Qué? ¿Pero cómo puede ser? Por dios, no sé ni que hago aquí, ni dónde estoy... Y ahora ya es que no sé ni quién soy. -exclamó Lillity. Sentía como ese sentimiento de confusión se extendía por sus entrañas como una sombra, llegando a todas las partes de su cuerpo.

-Cálmate. Puede que con el...

-¡¿Que me calme?! Ah, sí, claro, se ve que aquí que te maten es algo compleeetamente normal.

-Lillity, de verdad. -dijo Álex, intentando calmarla- puede que con el golpe se te borrara la memoria... O que no soportaras bien el portal. Pero las normas son las normas.

-Esto es flipante... Bueno, ¿Puedo saber de qué se me acusa?

-Vamos a ver... Te encontramos fuera del bosque, aunque justo en la entrada de la arboleda. Habías usado un portal, y eso... Bueno, eso no se puede hacer. No se puede, y ya está -dijo él, sentándose en el suelo al lado de la chica- Y ayer noche ¿Por qué saliste de tu escondite? -Lillity no respondió. Era una de esas preguntas con trampa, de las que no se contestan.- Y bueno, ya para colmo, vas y quemas al lobo con fuego violeta. Eso... eso es de ombrío, Lil. Y además, Sora te vio.
»Todo va contra ti, Lillity. Lo siento.

-Pero... Yo... Yo soy una chica normal. Dentro de lo que cabe, sí, pero soy normal. No soy ombría, ni... ¿Por Dios, pero qué es eso? Si al menos pudiera saber de lo que se me acusa de ser podría inventarme las excusas... Eso sí, dejadme tiempo para pensarlas, que tengo un cola-cao en la cabeza... Buah...

-Se te debe haber olvidado todo ¿No? -Lillity asintió levemente con la cabeza- Bueno, pues voy a contártelo todo. Pero déjame hacerlo, ¿De acuerdo?
»Bueno, pues todo empieza hace tiempo, aunque no mucho.
Había una vez un muchacho de diecisiete años que un día fue de caza. Perseguía a un ciervo, que se adentró en el bosque. El chico, que era de la aldea del norte, nunca había entrado en tal bosque, pues no podía ver su final y estaba casi seguro de que si entraba se perdería. Pero unió todo su coraje y entró. Su familia era pobre y su padre había fallecido dos meses atrás, y teniendo en cuenta que él era el mayor de seis hermanos, era él quien debía de cuidar de su familia.
»Siguió al ciervo hasta lo más profundo del bosque, cuando el animal se paró a beber de un riachuelo. El chico sabía que esa era su oportunidad, así que preparó el arco, apuntó y... falló. El ciervo salió corriendo y lo perdió de vista.
Pero dos segundos más tarde, escuchó los gritos de una mujer, unos metros más allá de donde estaba el ciervo.
Allí encontró a una chica, de unos dieciséis años, con el pelo de color del oro pulido, adornado con una corona de flores silvestres. Y además, estaba totalmente desnuda.
El chico se acercó para ver mejor y se fijó en que estaba herida. La flecha que debía de haber alcanzado el animal había dado en sus pantorrillas.
El muchacho se acercó con cuidado, con las manos en alto tratando de decirle que sólo pretendía ayudarla.
Cogió un trozo de su camisa y lo usó para vendar la herida, después de haberla lavado.
La cogió en sus brazos y la condujo por el bosque, hasta que encontró, a los pies de un árbol, una cuna, formada por las raíces entrelazadas de los árboles.
La dejó ahí, con cuidado. Le dijo que no se moviera, que él volvería cada día para curarla, porque, al fin y al cabo, era lo menos que podía hacer ya que él la había herido.
La chica no habló, parecía que no sabía, pero le regaló una radiante sonrisa.
»Pasaron los días y las semanas, y el caballero la fue a visitar cada día hasta que la herida se hubo curado del todo. Ya se sabía el camino al bosque y había intentado hablar varias veces con la chica. Juntos, pasaban horas y horas, y alguna que otra vez durmieron juntos.
Y, como se cabía suponer, se enamoraron profundamente el uno del otro. Se había hecho tan normal y tan necesario el estar juntos, que no podían plantearse la idea de separarse.
Pero la chica, que era una ninfa, tenía miedo. Ella era pura, había jurado que jamás entregaría a nadie su corazón, y mucho menos, su cuerpo.
Pero el tiempo pasó y pasó, así como pasaron semanas y semanas, meses y meses... Al final, se besaron.
Al día siguiente, cuando el muchacho la encontró inconsciente, en un charco de un suero negro, se alarmó. La cogió entre sus brazos para comprobar que aún respiraba. Pero, al sostenerla tan cerca, vio que su belleza ya no era la misma que la que hacía un día. Ahora tenía el pelo de un tono más bien gris. La cara la tenía arrugada, tenía los pómulos caídos... El chico comprendió entonces, que al haber roto su promesa con un beso, todas sus riquezas y facciones se habían disuelto, en un charco negro...
Entonces, la avaricia le hizo actuar. El chico cogió a la mujer y la llevó a su lecho, diciéndole que iba a la aldea a buscar ropa para ella... Pero jamás volvió.
Fue cuando la mujer se levantó y vio que el charco negro ya no estaba, y cuando comprendió lo sucedido.
Le había robado, aquel muchacho, no sólo su belleza, que la había dejado atrás en un líquido negro, lleno de amor y de odio, de belleza y de  traición;  que ahora guardaría su amado en un frasco, sino que el chico había robado su corazón. Ella lo había dejado todo para aquel muchacho de a penas dieciocho años, le había entregado su corazón, que él mismo le había robado...

La música de la noche Donde viven las historias. Descúbrelo ahora