Nada.

3.1K 356 21
                                    

Valentina.

Estoy a punto de bajar al portal de casa cuando advierto que llevo el suéter color burdeos que a Juliana le gustaba. Regreso a la habitación, me lo quito y lo lanzo a un rincón. Me pongo una sudadera gris y, ahora sí, salgo del edificio.

Ella está apoyada en la pared de la cafetería de al lado. Viste unos jeans
oscuros y un jersey negro. Se me revuelve el estómago cuando me mira porque esos ojos… mierda, no soporto encontrarme con sus ojos, con ese
café tan intenso, con esa mirada tan profunda.

—Estás preciosa.

—Gracias.

—He aparcado dos calles más allá.

Asiento con la cabeza y camino a su lado en silencio. Guardo una prudente
distancia de seguridad. Sé que si esa mano suya que ondea a un lado del cuerpo rozase la mía… sé que me estremecería y ella lo notaría. Siempre hubo algo en su piel, en la forma de tocarme, de mirarme, de sonreírme, que conseguía deshacerme por dentro, romper la coraza que construí para el resto del mundo.

Y me gustaba mi soledad, hasta que ella llegó y me hizo compartirla. Nunca fui introvertida por tener problemas, por nada concreto; simplemente lo era porque me hacía feliz, porque me sentía bien conmigo misma, porque nunca necesité más.

Tras subir al coche, permanezco muy quieta en el asiento mientras recorremos en silencio las calles de la ciudad, pero no puedo evitar
estremecerme cada vez que parece que sus dedos van a tocar los míos, cada vez que alarga el brazo para cambiar de marcha.

Tiempo atrás, me gustaba colocar mi mano sobre la suya y sentir el movimiento cuando cambiaba a primera y de primera a segunda y luego tercera y vuelta a segunda y primera, la notaba  tensarse bajo mi piel, advertía la suavidad al desplazarse…

—¿Tienes hambre?

Fijo la mirada en la luz roja e intensa del semáforo.

—No mucha.

—Estás muy delgada, Valentina.

Me acaricia con la voz, con ese toque suave que usa cuando quiere disipar
la tensión y sabe que no debe ser brusca. Funcionaría si no la conociese tan bien.

Y en parte lo hace, porque consigue descolocarme.

No respondo. El semáforo cambia a verde.

Sé adónde nos dirigimos mucho antes de que el cartel violeta aparezca iluminado por las farolas de la calle. Es el sitio al que me llevó en nuestra segunda cita. Un restaurante vegetariano, pequeño, acogedor, donde hacen las mejores hamburguesas de tofu del mundo.

Mientras aparca el coche, escondo los puños en las mangas de la sudadera y
me pregunto qué demonios estoy haciendo aquí. Saldría corriendo de inmediato si no supiese de antemano que ella me seguiría y me alcanzaría. Apaga el motor y saca las llaves del contacto, que tintinean suavemente.

—¿Lista?

No busco sus ojos. Abro la puerta del copiloto y salgo. El aire es gélido y
me muerde la piel. Cuando entramos en el restaurante nos dirigimos sin hablar hasta la mesa del fondo, la que está al lado de la cristalera, la que siempre solíamos ocupar si estaba disponible. Nos sentamos una frente a la otra y su pierna roza la mía durante una milésima de segundo. Encojo las rodillas todo lo que puedo.

—¿Lo de siempre?

Juliana señala con la cabeza la carta del menú, pero no lo toca.
—Sí.

—Yo también.

—Vale.

Sé que el camarero nos reconoce. Lleva un bolígrafo azul en la mano derecha y no deja de presionar el botoncito superior. Me pone nerviosa ese clic, clic, clic. Sonríe y le tiende la mano a Juliana que finge una alegría que no siente por el mero hecho de hacer felices a los demás. Advierto que ya no actúa tan bien como antes. Falla en la mirada; ahora está apagada y no importa cuánto curve los labios: sus ojos carecen de brillo. Trago saliva intentando deshacer el nudo que me oprime la garganta.

¿Quién detendrá la lluvia en mi? - Juliantina Donde viven las historias. Descúbrelo ahora