Si pudiera volver.

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Juliana.

Lucía me mira con atención y una sonrisa tonta en los labios. Está sentada en la mesa de mi despacho, con esa confianza que no me hizo falta darle porque ella se encargó de cogerla sin antes preguntar. Se lleva un dedo a los labios.

—Así que una cena. Las dos. A solas.

Asiento con la cabeza y tecleo algo más con la vista fija en la pantalla del ordenador. El último anuncio que han encargado a la empresa es de una marca de zapatillas deportivas; una imagen diseñada en exclusiva de un cielo azul añil con una carretera esponjosa hecha de nubes en vez de asfalto, todo ello bajo el eslogan «No hay límites. Elije tu destino».

Una mierda. Antes me hubiese molestado en pensar en algo mejor, pero hace tiempo que mi trabajo ha dejado de importarme. Ya no disfruto con ello. Ya no disfruto con nada, en realidad.

—¿Y cuál es la intención?

Levanto la vista hacia Lucía preguntándome por qué sigue aquí y si no tiene nada mejor que hacer. La aprecio y es una de las pocas personas que sabe mi historia. Parte de la historia. Pero a veces resulta agobiante.

Hace poco más de medio año que nos conocemos, así que al contrario que el resto de mis compañeros de oficina, no ha sido testigo del cambio en mi actitud; nunca se ha visto las caras con la Juliana del pasado y eso me libera de algún modo. No tengo que fingir ser alguien que ya no existe.

—Verla una vez más. Despedirme. No lo sé.

«Impedir que se marche para siempre», susurra una voz en mi cabeza.

—Lo entiendo —asiente con la cabeza—. ¿Tienes algo planeado?

—Sí.

—Y no vas a contármelo…

—Chica lista.

—¿Puedo darte un consejo?

—¿Tengo alternativa?

Suelto el ratón del ordenador y ella sonríe.

—Llévale flores. Las rosas son más clásicas, pero las margaritas nunca fallan. Son las que he elegido para mi boda: margaritas blancas —recalca—. Y a propósito, sigo esperando una respuesta a mi invitación.

—Sabes que no iré. Me alegro por ti, de verdad que sí, pero… —En dos semanas se casará con uno de los informáticos de la tercera planta, un joven tímido e inteligente que la adora tanto como ella a él—. Ahora mismo… no puedo...

—No hace falta que te inventes una excusa descabellada, lo comprendo.

—Vale.

—Bien —baja de la mesa de mi escritorio y se pone en pie—. Suerte esta noche. Recuerda lo de las flores —añade antes de salir y yo no la corrijo.

Sonrío para mí misma.

Valentina odia que le regalen flores. No soporta la idea de que algo tan bonito y delicado se marchite en apenas un par de días. A ella le gusta encontrarlas salvajes, en el campo, libres, e inclinarse y recostarse sobre la hierba húmeda para fotografiar los coloridos pétalos desde todos los ángulos posibles.

Recuerdo los primeros años de nuestro noviazgo. Las escapadas por carretera de un par de días en las que nos íbamos con lo puesto, sin apenas equipaje, a la aventura, recorriendo pueblos y lugares, cantando en el coche, besándonos en cada cruce, en cada parada, en cada semáforo; riéndonos de todo, alimentando las bromas que solo eran nuestras y nadie más podía entender. Los atardeceres que parábamos en prados desolados y yo la miraba tumbada en la tierra durante horas y horas mientras ella fotografiaba el mundo bajo su ojo crítico y el sol se desplomaba sobre el horizonte.

Si ahora volviese atrás… lo cambiaría todo. Reconstruiría los cimientos, diría mil «Te quiero» más, la abrazaría cada noche y nunca me dormiría sin que hubiésemos hecho las paces, nunca. Crearía un escenario diferente para los últimos días de nuestra vida juntas. Si pudiera… si pudiera volver… entonces…

¿Quién detendrá la lluvia en mi? - Juliantina Donde viven las historias. Descúbrelo ahora