Vente conmigo.

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Juliana.

Me tienden un plato con un trozo pequeño de pastel. Casi todos tenemos
uno en la mano. Es la fiesta improvisada para despedir a Lucía que hemos organizado en la oficina y todo el mundo ha abandonado su despacho o el cubículo donde trabajan para asistir al corto acontecimiento. No quiero que se marche. Odio este puto lugar. Y lo odiaré todavía más cuando ella ya no esté. Si ya era aburrido venir a trabajar todas las mañanas, la cosa va a empeorar. Lo que antes era la empresa de mi vida, ahora es solo un reflejo de lo que pudo llegar a
ser. Yo buscaba y quería algo mucho más personal, más concreto, no una jodida franquicia sin alma que manejasen los demás a su antojo.

—Si sonríes un poco más el mundo explota —bromea Lucía mientras se
acerca a mí y se apoya a mi lado, en una de las paredes del fondo.

—¿En serio? Probemos a ver… —curvo los labios a propósito—. No,
mierda, el mundo sigue aquí. Qué putada.

—Otra vez será.

Lucía se encoje de hombros y cuando termina de comerse su trozo de pastel, señala el mío con la cucharilla y aún con la boca llena.

—¿No piensas comértelo?

—No. Toma.

—¡Ración doble! Gracias.
El resto de los compañeros se van dispersando cuando se terminan los
veinte minutos libres del descanso. En realidad, no creo que a ninguno de ellos le afecte demasiado su marcha, apenas la conocen, no ha estado mucho tiempo en esta oficina. Aunque, a veces, el tiempo no entiende de afecto ni de lógica.

La veo comer en silencio, llevarse a la boca un trozo tras otro de mi pastel y
relamerse los labios tras cada bocado.

—A veces te envidio.

Alza la mirada hacia mí.

—¿Y puede saberse exactamente por qué?

—Por todo. Eres feliz. No necesitas nada más, simplemente estás conforme con la vida —digo—. Hubo un tiempo en el que yo también me sentía así.

Lucía suspira y deja el plato vacío en una mesa cercana, al lado de una
planta de hojas grandes y muy verdes. Después me abraza y me aprieta fuerte.

—Te voy a echar de menos.

No hace falta que le diga que yo también. Me suelta y permanecemos un rato en silencio observando el perímetro, las voces susurrantes que emanan de los cubículos del fondo, el traqueteo de los dedos al golpear suavemente el teclado del ordenador, el susurro que produce el aire acondicionado…

—Presiento que te irá bien —le aseguro.

Me encierro en mi oficina poco después y vuelvo a centrarme en el
trabajo que he dejado a medias. Abro la lata de Coca-Cola que acabo de sacar de la máquina justo cuando Eric, uno de los socios, llama a la puerta y la abre sin esperar respuesta. Asoma la cabeza.

—¿Puedo?

—Claro. Adelante.

Doy un trago al refresco mientras él se sienta frente a mi mesa. Tiempo
atrás, fuimos grandes amigos.  Teníamos una idea en común de lo que queríamos que fuese este negocio y confiaba en su criterio. No es que ahora ya no lo haga, sigo teniéndole aprecio, pero lo alejé de mí y no tengo intención de recuperarlo.

La vida da vueltas, se retuerce y gira sobre sí misma, y las personas que
creíamos imprescindibles un día dejan de serlo. Así, sin más. Supongo que son cosas que pasan.

Eric deja sobre la mesa unos cuantos papeles.

—Me han ofrecido un puesto en una empresa de Francia —dice y lo veo
girar con cierta inquietud el anillo de casado que lleva en la mano. Sonrío para mis adentros, siempre me hizo gracia esa manía suya de hacerlo girar y girar incluso en las reuniones importantes.

¿Quién detendrá la lluvia en mi? - Juliantina Donde viven las historias. Descúbrelo ahora