Tu elijes.

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Juliana.

—No tienes que darme explicaciones. Sé que no es asunto mío.

—Para mí, sigues siendo mi… —dejo de hablar, saboreando la palabra «esposa» en los labios, pero no la pronuncio. Tampoco es necesario. Valentina sabe perfectamente qué es lo que estoy pensando.

—No lo digas, porque no es verdad —baja la vista—. Siento haberme ido
así, tienes razón. Es solo que todo ha sido tan inesperado y brusco…

—Lucía es una compañera de trabajo. Acaba de casarse y, joder, te prometo
que no hay nada entre nosotras —aclaro a pesar de su mirada reprobatoria. Sigo teniendo presente la idea de justificar ante ella mis actos. Si sostengo la verdad en la mano, se la doy. Siempre he intentado que sea así. Lo he intentado.

—De todos modos, tienes derecho a rehacer tu vida.

—Lo sé, créeme —suspiro profundamente e intento calmarme—. ¿Y tú…?

¿Hay alguien?

Valentina se muerde la piel del labio inferior y después niega con la cabeza. De inmediato noto los músculos más relajados y doy un paso atrás para dejarle espacio. Me doy la vuelta y contemplo el comedor y la barra americana que lo separa de la cocina. Todo sigue como siempre.

Avanzo hasta tocar la alfombra con los pies y me quedo allí, quieta, mirándolo todo. Cada detalle que pueda parecer insignificante de esta estancia para nosotras supone algo importante, algo irremplazable. La lámpara de mil colores diferentes que compramos en un viaje a Marruecos y los cuadros que trajimos de Tailandia y enmarcamos más tarde aquí.

Recuerdo las dudas que surgieron aquella tarde estando en la tienda: ¿un marco naranja o marrón? Al final nos quedamos con el primero.

Encima de la mesa auxiliar hay un par de velas, la caja de una película y unas cuantas revistas de fotografía que, imagino, Val habrá estado hojeando
mientras desayunaba un café con leche. Me encantaba ese momento del día: el desayuno. Verla de buena mañana, empezar la jornada junto a ella. Darme la vuelta en la cama y hallar su cuerpo, su calor, su aroma…

—¿Tú estás bien?

Giro hacia su voz.

—Simplemente estoy.

—Eso no es una respuesta —susurra.

—¿Prefieres que te dé una lista detallada de cómo me siento? Porque no es agradable.

Nos miramos unos segundos en silencio. Ella se frota el brazo de arriba abajo con una mano y parece vacilante.

—¿Te apetece un café?

—¿Tienes cerveza?

—No. Ya no compro nada de alcohol.

—Café, entonces.

La sigo en silencio hasta la cocina todavía sin creerme del todo que ella
haya propuesto algún tipo de acercamiento; el mero hecho de que mi visita dure más de lo previsto me pilla por sorpresa. Quiero preguntarle por qué, pero sé que eso solo la agobiaría más. Es probable que ni siquiera sepa responderse a sí misma. Yo me siento igual de confusa todo el tiempo, como si albergase en mi cabeza más pensamientos, más ideas y juicios de los adecuados. La mente tiene un límite.

Sin que me lo pida le ayudo a preparar los cafés. Saco la leche de la nevera y el azúcar del mueble que está encima del microondas. Parece mentira que haga más de un año que no piso este apartamento, porque de algún modo retorcido sigo sintiéndome en casa. Cuando voy a coger las cucharillas, mi mano roza la suya en el tirador de aluminio y Valentina se aparta como si el contacto doliese.

¿Quién detendrá la lluvia en mi? - Juliantina Donde viven las historias. Descúbrelo ahora