Daniel.

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Juliana

Daniel nació el día 13 de febrero. Hasta el mismo momento en el que vi su rostro sonrosado, no me imaginaba a mí misma siendo madre.

Decidimos juntas que queríamos tener un bebé, investigamos diferentes métodos, porque las dos queríamos ser parte de ello. Al final decidimos que buscariamos un donante anónimo, yo me sometería a una estimulación ovárica para aportar los óvulos y Valentina sería quien llevaría el embarazo en su vientre y daría a luz a nuestro bebé. Las dos seríamos sus madres biológicas, ella como madre gestante y yo como madre genética.

Eran tan diminuto… me daba pavor cogerlo, hacerle daño de algún modo,
no saber manejarlo con tal facilidad como lo hacía la enfermera. Pero cuando ella lo dejó en mis brazos… no sé, simplemente encajaba en mí. De verdad que lo hacía. Y cuando bajé la mirada y nuestros ojos se encontraron, dejé de respirar. Tenía la carita arrugada, los mofletes más blandos que había tocado en mi vida y una curva en el labio superior que me recordó de inmediato a Valentina.

Todo él era perfecto. Ni siquiera podía creer que algo tan maravilloso
hubiese nacido de mí, de ella, de nosotras. Durante los siguientes meses, cualquier cosa que hiciese me parecía increíble. La forma en la que sus deditos se aferraban a los míos, su risa vibrante y alegre que inundaba la habitación, verle aprender a hacer cosas nuevas…

Con la llegada de Daniel a nuestras vidas, Valentina cambió. Y si antes ya la amaba, entonces la amé mucho más.

Dejó a un lado su lado más cerrado, más arisco. Sonreía el doble, el triple,
el cuádruple…, su rostro tenía una luz especial de la que antes carecía. Era feliz.

Y más cariñosa que nunca: lo besaba, lo abrazaba, lo achuchaba a todas horas como si nunca tuviese suficiente de él. Cuando Valentina se tumbaba en la alfombra del comedor por las noches e intentaba retenerlo junto a ella entre risas, Daniel se retorcía intentando escapar, divertido, y me llamaba con esa vocecita dulce diciendo «mamá ». En realidad era «ma-má», separando las dos sílabas al hablar, rompiendo la palabra. Ni siquiera estoy segura de volver a poder escuchar esas cuatro letras sin que me dé un vuelco el corazón.

La noche que lo cambió todo era uno de esos días cálidos y largos de
verano. Valentina estaba en La Albufera. Le habían hecho un encargo especial en el que debía retratar ese sitio tan turístico de la ciudad, el mar por la noche y los alrededores repletos de pinedas y campos de arroz. La empresa extranjera quería potenciar la zona entre sus clientes.

—Así que volverás tarde —dije, con el teléfono apoyado en el hombro
mientras le limpiaba a Daniel la boca con un pañuelo de papel y le arrebataba la bolsa de gusanitos que aferraba entre sus manos—. ¿Seguro que no quieres que te esperemos?

—No. Id vosotros.

—De acuerdo. Nos vemos luego. Te quiero.

Colgué el teléfono y me agaché hasta quedar a su altura. Señalé la bolsa de
gusanitos con una mano.

—No vamos a decirle a la mamá que has comido esto, ¿de acuerdo? La
única verdad es que has merendado un potito de frutas.

—¡De futas! —gritó.

Sonrió y sus ojos cafés y grandes se achinaron momentáneamente. Asintió con la cabeza repetidas veces y yo le saqué con cuidado el dedo que llevaba metido en la boca. Aunque ya tenía dos años y medio, hacía poco que habíamos conseguido quitarle el chupete y seguía teniendo la mala costumbre de morder o chupar cualquier cosa.

¿Quién detendrá la lluvia en mi? - Juliantina Donde viven las historias. Descúbrelo ahora