Quédate.

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Juliana.

Estoy cortando la cebolla en trocitos diminutos cuando Val vuelve a entrar
en la cocina. Por como acaba de marcharse su hermana, sé que acaba de ocurrir algo e imagino de qué se trata. Aparto a un lado las rodajas de pimiento, tomate y aguacate, y me giro mientras me seco las manos en un trapo de cocina de color azul con estampado de margaritas.

—Eh, no te preocupes —digo—, no estás obligada a hacer esto. Si quieres termino de hacer la cena y me marcho, ¿de acuerdo?

Sigue pareciendo indecisa cuando niega con la cabeza.

—No, no. Quédate.

—¿Estás segura?

—Sí —se acerca a mí dando el tema por zanjado y mira los ingredientes que hay sobre la encimera—. Dime qué necesitas que haga.

Durante los siguientes quince minutos, cocinamos juntas en silencio, una al lado de la otra. Le pido que haga las cosas más sencillas mientras salteo las verduras al punto y las aderezo con diferentes especias. Su brazo roza el mío por accidente de vez en cuando.

Quiero abrazarla.
Me contengo.

Rompo el silencio al pedirle que saque la masa de los tacos de la nevera. Cuando lo hace, aparto la vista de ella, intentando fingir que no me quedo absorta mirándola cada vez que se gira, cada vez que tengo la mínima oportunidad de hacerlo sin que lo sepa.

Es como si deseara retener cada gesto, cada palabra pronunciada por sus labios, este instante, el espejismo irreal en el que estamos sumergidas… porque sé que se romperá pronto.

Relleno los tacos precocinados con la mezcla de verduras que hemos hecho
y los sirvo a temperatura templada en dos platos. Ella coge vasos y servilletas y, sin necesidad de aclararlo antes, las dos nos dirigimos directamente al sofá.

Porque eso era lo que hacíamos las noches de tacos. Algo fácil, algo sencillo que pudiésemos comer mientras hablábamos después de un día cansado o veíamos una película.

Valentina encoje las piernas y se sienta al estilo indio entre los cojines, con el plato sobre el regazo; se remueve para alcanzar el mando a distancia y enciende la televisión. Le doy un mordisco a mi cena mientras ella hace zapping.

—No hacen nada interesante —masculla.

—¿La has visto ya? —señalo con la cabeza la carátula de la película que
todavía está sobre la mesa.

—No, la alquiló Sofía ayer —me mira dubitativa—. ¿La pongo?

—¿Por qué no?

Se levanta y camina descalza hasta el reproductor, mete el disco y vuelve a
sentarse a mi lado. La noto moverse con incomodidad cuando su rodilla roza la mía sin querer. Está tan preciosa. Lleva el cabello despeinado y suelto y los mechones castaños acarician la palidez de su rostro. Le da un bocado al taco cuando aparecen los títulos de crédito.

—¡Está buenísimo! En serio.

—Lo sé. Tengo boca.

—Qué capulla.

Pone los ojos en blanco y luego, como si fuese un milagro, se ríe.

Valentina está riéndose. A mi lado. Ahora.

Juro que hace más de un año que no la había visto reír. Parece una eternidad. Ni siquiera recordaba el timbre exacto de su risa, esa sonoridad delicada y vibrante que llena la habitación y me envuelve.

—¿Qué te hace tanta gracia? —pregunto divertida.

—Shh, nos estamos perdiendo la película.

—Existe una función que se conoce como «rebobinar». Y ahora contéstame: ¿qué tengo que hacer para que vuelvas a reírte como antes? Porque haría cualquier cosa por escuchar de nuevo ese sonido concreto.

Traga saliva con nerviosismo cuando me mira.

—Juliana …

—Joder. Lo sé. Ya lo sé.

Respiro profundamente y me levanto. Dejo el plato en la mesa auxiliar del
comedor con la mitad de la cena intacta y me llevo una mano a la nuca, sin dejar de pensar… sin dejar de darle vueltas a ese odio que todavía entreveo en sus ojos. Acabo de verlo hace unos segundos. Es como si se le escapase. Como si no pudiese controlarlo. Y me siento como si me estuviese mirando en un espejo.

—Ni siquiera sé qué hago aquí.

—Yo no he dicho nada... —susurra.

Ya. Pero es que a veces, cuando una mirada lo dice todo, las palabras están
de más. Me palpo los bolsillos del jeans y saco las llaves del coche.

—Debería irme.

Nos miramos en silencio.

—Puede que sí.

No sé muy bien cómo, le doy un beso suave en la comisura de los labios y
noto un tirón en el estómago; el deseo reclamando más, un poco más… Pongo distancia entre nosotras antes de que el impulso se apodere de mí y la noche se  vuelva todavía más contradictoria y confusa.

Tiene los ojos acuosos cuando me giro y salgo del apartamento sin decir
adiós. Bajo por las escaleras y joder, la rabia se apodera de mi y golpeo una de las paredes con el puño cerrado. El frío de la noche es agradable, reconfortante en cierto modo. Al subir al coche, me miro los nudillos, me he hecho daño y muevo torpemente los dedos. Soy una imbécil. Soy la peor persona que existe.

Hubiese querido consolarla. De verdad que sí. Pero ahora mismo, ni siquiera puedo consolarme a mí misma. Todavía no se han inventado palabras que puedan calmar el huracán que me sacude por dentro. Constantemente. Sin descanso.

Le echo un vistazo al móvil antes de arrancar el coche. Lucía ha llamado
tres veces, probablemente preocupada por cómo he reaccionado después de ver a Valentina esta mañana en esa cafetería. Parece mentira que tan solo haga unas horas de eso. Para mí es un mundo. Un antes y un después. Un todo.





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Gracias a todas las personas que están leyendo y comentando ✌

¿Quieren más? 50 estrellitas y subo otro ;)

Ya sé mucho drama, sorry :((

¿Quién detendrá la lluvia en mi? - Juliantina Donde viven las historias. Descúbrelo ahora