Capítulo cincuenta y uno

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Rafael

¿Cómo explicar el odio al que le tenía a ese hijo de puta? Por más que me hacía la idea de que ella ya no era mía, no podía con el coraje que traía atorado en el pescuezo. Maldita sea la hora en que acepté ese cheque de cincuenta mil dólares, solo para recibir una cachetada de parte de Sofía que aún, me seguía ardiendo.
Me renegaba de la estupidez que había hecho, pero se me quitaba un poco el rencor luego de ver a la familia de mi hermano convivir tan plácidamente en la sala. Su mujer se veía tan tranquila a lado de su hijo convaleciente, el niño que se había robado mi amor incondicional y que por andar comiendo porquería y media se fue a enfermar, nos hizo pasar angustias y encima una deuda tan grande como el tamaño de las preocupaciones de esos días. Amaba verlo sano, recuperándose de su operación, pero tenía ganas de decirle que empiece a comer saludable para que me ahorrara ese tipo de contratos.

Ellos jugaban en la sala, y yo los veía desde mi habitación, que tenía la puerta abierta. De ser el tío divertido y consentidor, pase a ser el tío gruñón. No dejé de fruncir el ceño en estos días, el despecho me comía el alma. Cuando le llegué a bajar la novia a varios tipos de la cuadra, jamás me imaginé qué se sentía estar en su lugar. Me burlaba de ellos, llamándolos perdedores, y la vida era tan generosa que ahora me daba parte del pastel de la miseria. Yo era el perdedor al que le habían bajado una novia que nunca fue suya en su totalidad.
Me la pasaba con cara de inspección y con los brazos cruzados durante todo el día, pensando en por qué me había tenido que enamorar de una mujer tan imposible de tener. Me invitaron a jugar varias veces y yo me negaba, viéndolos fijamente para proyectar la mala suerte con la que había nacido.

-Tío ¿Qué tienes? -Llegó mi sobrino, tomándome de las manos. Sus papás estaban en la cocina, preparando la cena.

-Nada, Samuel -Le respondí distante, tomando mi libreta para hacer garabatos.

-Nunca me habías dicho Samuel -Sus manos curiosas me arrebataron el lápiz-. ¿Estás triste?

-Sí -Solté un suspiro.

-¿Por qué? ¿Es por tu novia? -Se metió el lápiz a la boca, jugando. Se lo quité, le iba a dar otro patatús por andar probando cosas que no.

-Sí. Se fue con un hombre malo -Y sin esperarlo, mi respiración se empezó a cortar, con sentimiento. Se formó un nudo en la garganta de la nada.

-¿Y por qué se fue con ese señor malo?

-Ya quisiera saber eso también -Se me salieron las lágrimas, quebrándome delante de un niño-. Ay, mijo, perdóname -susurré, tomando fuerzas para dejar de chillar.

-No llores -Sus pequeñas manos tocaron las mías, sonriendo.

-Los hombres no lloran, Sam -Le dije, viéndolo a los ojos-. Los hombres que lloran, no son hombres -Le repetí lo mismo que me decía mi padre.

-¿Por qué vamos a dejar de ser hombres por llorar?

-Sí puedes hacerlo -corregí-. Solo que nadie te vea -Le dije al oído, pero mi hermano escuchó.

-¡Deja de meterle ideas al niño, Rafa! -Me regañó, yendo para mi cuarto.

-¿Por qué no nos tienen que ver llorar? -cuestionó su hijo, atento a mis consejos estúpidos de amor que por ahora, no le iban a servir de nada.

-Porque si lloras enfrente de una mujer, va a pensar que eres muy vulnerable ante ella y te va a dejar como a mí me dejó -Y sin querer, me solté a lagimear de nuevo, escondiendo la cara en mis brazos que se recargaban en el escritorio.

-¿Qué es vulnerable...?

-Basta Sam, tu tío está cansado -interrumpió su papá, llegando a mis espaldas-. Ve a jugar con tu mami, anda -Su hijo salió de mi habitación-. Deja de decirle esas cosas al niño, se va a mal acostumbrar.

Huellas en la arena #Wattys2022Donde viven las historias. Descúbrelo ahora