Capítulo cuatro

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Rafael

Carlos se fue a trabajar al bar Aloha como bartender. Ese lugar era mi cueva junto con otras discos de la ciudad. Me la pasaba más de tres veces a la semana bailando y tirando el dinero en alcohol. Carlos trabajaba ahí desde que murieron mis padres, nos conocían por toda la ciudad gracias a ellos:

"Los Galicia, los más bondadosos de todo Tijuana, ah, pero solo los padres y el hijo mayor, que el menor es la oveja negra de ahí, la mosca en la sopa, el más vil"

Mis padres solían repartir productos de la canasta básica a otras familias que lo necesitaban, iban por toda la ciudad viendo en qué podían ayudar. Trabajaban en una empresa de relojes exportados del gabacho para acá, eran parte del equipo de transportes. Habíamos nacido en cuna de oro, y no precisamente por el dinero, que a pesar que no teníamos mucho, teníamos a los padres más ricos en valores. Siempre fueron derechos, la tranza no era una opción, por eso la gente les tomaba tanto afecto apenas cruzaban algunas palabras. Mi hermano iba para la misma situación que ellos, siempre manteniendo una sonrisa aunque haya tenido un pésimo día, ayudaba en lo poco que podía y no perdía la compostura.
Un hombre de treinta y un años, tristemente  soltero porque lo abandonó la novia hace algún tiempo, pero eso sí, graduado como un odontólogo. Desafortunadamente los únicos dientes que había podido checar fueron los míos el mes pasado cuando me agarré a trompazos con mi compadre.

Y luego estaba yo, chico que había reprobado siete materias porque me iba de pinta con mis amigos. Conocido como el Don Juan, el egoísta que solo se fija en sí mismo y cuando algo no le sale bien, se tira frustrado a la cama pidiendo morir lo más rápido posible.

¿Es fácil ver la diferencia, cierto?

Tenía muchísimas ganas de ir con mis amigos a bailar para quitarme esta culpa que me cargaba. Pero con el estómago vacío, nada bueno se me pasaba por la cabeza para poder escaparme, es más, ni dinero traía para echarme un buen vaso de cerveza. Entré a mi habitación de cuatro por cuatro, con un catre chueco, cajas acomodadas de manera perfecta con ropa cara, aunque estuvieran sobre cartón. Un pequeño espejo colgado en la pared, mi escritorio con un bote de lápices y la ventana con una persiana vieja. Debajo de la última caja de ropa, tenía un par de billetes que había ahorrado para reparar mi coche, que para acabarla de molar, estaba dañado desde la vez que lo choqué por andar "alegre". Conté todo el dinero, en total tenía cien dólares, lo justo que me había dicho el tuercas para que me pudiera componer mi carro.

Me sobraban dos dólares que eran para el pasaje de la burra mañana, maldita sea, tuve que quedarme el miseria, durmiendo en ese catre, sentía como la colchoneta cada vez se hacía más delgada y me lastimaba. De desayunar de milagro había un triste bolillo duro y apenas me salía un vaso de leche.

Luego de la muerte de mis padres, nunca más supimos de los ahorros que ellos tenían, nunca más supimos de tíos o primos apenas terminó el funeral y el entierro. Solo éramos Carlos y yo, en un departamento rentado con lo poco que habíamos podido conseguir en esos dos años de tragedia. Todo había pasado algo eterno y rápido al mismo tiempo, es decir, al momento de vivirlo y de pensar en el final de tus problemas, parece eterno el correr de los minutos. Hasta que te das cuenta el tiempo que ha pasado, y tu vida fluye tan rápido como nunca lo imaginaste.

♪♪♪

Me tuve que dormir más por obligación que por querer, era muy temprano, eran apenas las once, y sólo daba vueltas como perro. Salí de la casa sin saber a qué horas eran, solo ví que el cielo ya estaba claro. Llevé a mi coche al taller, lo dejé con mi buen amigo para que pudiera componerlo de la arrastrada que le metí. Le dije que pronto papá vendría por él.

Huellas en la arena #Wattys2022Donde viven las historias. Descúbrelo ahora