Capítulo dos

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Rafael

—¿Me está despidiendo? —Le pregunté a mi jefe, quien puso su mano en la cintura viendo mi desconcierto.

—Me hace falta dinero y lleva siendo así desde la semana pasada, Rafael.

—Chéquele bien, debe de haber una confusión —Le insistí, hojeando la libreta donde llevaba las cuentas.

—Aquí no hay confusiones —Me cerró el cuaderno con un golpe—. Dijiste que eras bueno en matemáticas, e incluso que tenías la primaria...

—¡Y graduada con honores! —Le interrumpí, su tono de voz no me estaba gustando—. La secundaria me faltó por algunos problemas externos a lo académico —Me excusé, cruzándome de brazos.

Este era como el octavo trabajo que perdía durante este año, por una u otra razón. Había trabajado de lavacoches, en pinturas Calette, de cerillo en Dorian's y en el Limón. Fui ayudante de una construcción, dónde por accidente tiré la mezcla dónde no iba y terminé pagando todo. Fui a vender pescados  fritos con mi amigo Armando en la playa, y nos corrieron porque no teníamos permiso de vender ahí.
Y ahora siendo ayudante de una tienda de abarrotes, parecía ser que me acusaban de ratero.

—Pues aún así te hayas graduado de dónde sea, me hacen faltan más de doscientos dólares ¿Dónde están? —El señor se me acercaba amenazante, pero yo no había hecho nada.

—¡Yo que sé! Me aseguré de que las cuentas estuvieran bien hechas... —Me seguía mirando con inspección— a menos de que usted...

—Aquí hay de dos Rafael: O eres un bruto, o un ratero ¿Cuál crees que seas? —Me ofendió su pregunta, había que ser tan mala gente para hablarle de esa manera a un muchacho inexperto en finanzas.

—¿Cómo es que usted desconfía de mí? ¡Si llevo trabajando mucho tiempo con usted!

—Llevas un mes.

—¡En un mes me pude haber ganado su confianza! —El pinacate giraba la cabeza con decepción, negando todo.

—¡Quiero de vuelta ese dinero! —Parecía ser sordo, por más que le dijese que yo no sabía nada y que las cuentas estaban bien, me seguía insistiendo con lo mismo.

—¡Seré un bruto! —Admití, tratando de callar sus alaridos—. Pero mis papás, que Dios los tenga en su gloria, me enseñaron a ser honesto, y yo jamás...

—Mira morro, devuélveme el dinero y aquí no pasó nada —Trató de hacer tratos imposibles conmigo, repitiendo su desconfianza hacia mí—. No le diré a tu hermano, es más, puedes trabajar y pagarme, te quedarías sin sueldo un mes pero...

—¿Qué? —Le pregunté ofendido—. ¿Trabajar de a gratis? ¿Usted me quiere ver la cara o qué? —Mi voz se empezaba a elevar—. Yo no tengo la culpa de que alguien —Remarqué la última palabra, llamándolo— le fíe los dulces a su nieta y me los quiera cobrar a mí.

—¡Mejor lárgate de aquí! —Me corrió, harto de mis justos reclamos.

—¡Sí, me largo de su tienda hedionda! —Le grité, enojado.

—¿Qué?

—¡Me voy de su tienda igual de hedionda que su hija! —Podía ver a pequeñas personitas en la tribuna de mi mente, cuchicheando que esto no estaba bien, ya habíamos empezado otra de nuevo.

—¿Qué dijiste pedazo de imbécil? —Me cuestionó con ganas de que retirara lo dicho, pero me sostuve:

—¡Su hija es tan fea que en vez de conseguirle marido debería de conseguirle cirquero! —Abrió la boca, indignado—. ¡Ellos están acostumbrados a ver mujeres barbudas! —Me agarró mal parado, pues me metió un puñetazo que me enchuecó una muela seguramente. Me fui para atrás casi cayéndome, me agarré el lado donde había recibido el golpe, aguantado las ganas de regresárselo.

Huellas en la arena #Wattys2022Donde viven las historias. Descúbrelo ahora