Capítulo 3

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La tarjeta de Max Moore bailaba sobre el regazo de Maia. Estaba nerviosa. Lo estaba desde que recibió la visita de los agentes.

Pese a que la tarde ya había entrado aquel día, Maia seguía sintiéndose adormilada, como en un estado de duermevela inquieto del que no era capaz escapar. Cuando los agentes se largaron de su casa, se convenció a sí misma de que todo aquello tenía que ver con su novio: le había organizado una broma. Sí, eso tenía que ser. Aunque se cagó en los pantalones cuando el SIM la recibió en el salón, las cosas que le dijeron no tenían sentido alguno. Era una estupidez.

Una broma pesada.

Una broma pesada demasiado bien organizada.

Y, aun así, no podía evitar pensar en lo que le desveló la agente Fisher. ¿Habilidades especiales?

Desde entonces, Maia notó que su madre seguía comportándose igual de inquieta: parecía en las nubes, se le resbalaban los platos al fregarlos y a veces titubeaba al responder alguna pregunta de su hija, como si no quisiera hablar con ella. Todo esto provocó que Maia recorriera su vida en busca de algún evento fuera de lugar o que había pasado de alto pero que ahora se sentía extraño. Solo dio con su infancia, de la cual, por cierto, apenas recordaba nada. Tan solo tuvo dos años cuando sus padres decidieron mudarse de Estados Unidos y empezar una nueva vida en España. De aquellos años, solo recordaba (y con mucha vaguedad) la granja del abuelo Thomas, en el que vivió y creció rodeada de naturaleza y animales. Sus padres nunca le llegaron a contar mucho.

―No he encontrado los hielos.

Jon apareció en la habitación de Maia con dos tazas de café y esta cogió una de ellas, todavía absorta en sus pensamientos. Por tanto, el interior de la taza se zarandeó y varias gotas se deslizaron por la porcelana hasta manchar los dedos de Maia.

―No importa, así está bien ―contestó.

Después, no hubo más que silencio. Ambos estaban sentados sobre la cama. Maia se apoyaba contra la pared; Jon, observaba a su novia, a la espera de alguna palabra. Sin embargo, la chica le dio un pequeño sorbo al café y volvió la mirada a la tarjeta que jugaba a ser equilibrista en su rodilla. De pronto, perdió la noción del tiempo. Olvidó dónde estaba y con quién. Solo pudo pensar y pensar, darles vueltas y más vueltas a lo que debía o no hacer. ¿Reunirse con el agente Moore? ¿Esperar a que los agentes regresaran? ¿Seguir haciendo todo tipo de cábalas?

Maia no sabía si creer o no lo que le dijeron, pero lo que sí sabía era que necesitaba respuestas.

Una de verdad. Que tuviera sentido y fuera sincera.

―Solo te traerá problemas. ―Jon le robó la tarjeta a Maia y la lanzó hasta la mesita de noche. En los últimos días parecía que Maia se había perdido en sí misma.

No obstante, ella susurró:

―Quizá me necesiten de verdad. Tampoco pierdo nada por hacer una llamada. ―Tardó en asumir que las palabras habían salido de su boca.

Observó el interior de la taza y se vio reflejada en el café. Tenía dudas y, pese haberlo dicho en voz alta, seguía sin estar del todo segura de querer llamar al agente Moore. Pero su curiosidad por descubrir qué era esa verdad que habían intentado esconder entre preguntas, amenazas, "casos" y "habilidades únicas" superó la indecisión. Porque ¿y si todo era cierto, que la necesitaban, que había presenciado algo?

¿Y si había algo de ella misma que desconocía? Quizá fuera por eso que se sentía vacía cada mañana al despertarse y poner rumbo a la universidad. Puede que, a fin de cuentas, ese sentimiento de no sentirse parte de algo cobrara sentido y tuviera una razón. Maia pensó que era muy posible que esto fuera una estupidez; sin embargo, ella misma se lo dijo a Jon: no tenía nada que perder.

―Si no lo hago, volverán. ―Terminó por convencerse a sí misma.

En pocas palabras, Maia se armó de valor para dejar de ser una exploradora sin nada que explorar. Ahora, se sumergiría en un nuevo camino.

―¿Estás segura? Me preocupa que puedan hacerte daño o algo.

―No creo que me lo hagan. Estaré bien. Tranquilo.

―No sé, no me da muy buena espina. Solo... ―balbuceó Jon.

―¿Qué?

―Prométeme que no te meterás en ningún agujero del que no puedas salir.

Maia le sonrió, pero permaneció callada. Cerró los ojos, agarró la taza con ambas manos y respiró. Para su sorpresa, Jon la abrazó y, tras varias caricias, le plantó un suave beso en la frente. Maia se apoyó en su pecho durante los próximos minutos, casi como si supiera que aquel sería de los últimos momentos que pasarían juntos.

Después, le miró a los ojos. Eran los más misteriosos y desafiantes que jamás había visto, pero también los más hermosos. Cada vez que los observaba, parecía que una tormenta de verano la saludaba desde el otro lado. Maia le acarició las mejillas y dibujó constelaciones en sus pecas. Llegó hasta los labios y los rozó con las yemas de los dedos. Al final, los besó.

―Deberías irte, mi madre está a punto de llegar del trabajo.

Maia aún seguía con los ojos cerrados cuando el reloj de la pared del salón dio las cinco de la tarde. No es que su relación con Jon fuera un secreto ni mucho menos. Incluso podría llegar a decirse que él y la madre de Maia se llevaban bien. Sin embargo, no estaban siendo los mejores días.

―¿En serio?

―Te llamaré.

―Está bien. ―El chico se levantó de la cama y, tras colocarse la sudadera gris que le resaltaba la mirada, se despidió de Maia―: Te quiero, recuérdalo siempre.

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