Capítulo 7

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El jardín que tenía delante era tan grande y tan amplio que sus dueños habían plantado y cuidado flores en él. Sobre todo, había campanillas de invierno que le provocaron a Maia un escalofrío de recuerdos.

Esta vez no se detuvo a pensar en cómo actuaría. Lo haría, sin más. Así que caminó hasta la puerta principal y la tocó, sin saber si se arrepentiría o no de su acto impulsivo.

La puerta tardó en abrirse. Primero se escucharon varios gritos, para nada enfadados. Después, una simple súplica. Ambos provinieron de una voz rota y aguda que encajaba con la del doctor Malcom. Nerviosa, Maia estuvo a punto de tocar una segunda vez la puerta cuando esta se abrió, dejando ver un Max Moore enfundado en un chándal ancho. Llevaba el pelo revuelto y por la altura de los hombros, y la barba de todo un mes no ayudaba a disimular su aspecto desaliñado. A Maia le sorprendió verle de esa forma. No se había puesto a pensar con detenimiento cómo serían las versiones de los hermanos Moore de esa parte del multiverso. Aunque lo hubiera hecho, no se hubiera imaginado a Max tan diferente.

Pero todo lo era.

Max no tenía pinta de trabajar para un servicio de inteligencia, sino más bien formar parte de algún grupo de jóvenes que se dedicaban a reunirse en las terrazas de los bares cada mañana, mientras el resto del mundo seguía en marcha con sus trabajos.

El padre de Maia no solo seguía vivo, sino que había tenido un segundo hijo. La Maia Marlow de esa realidad había fallecido y quién sabía si existía un Jon González.

Incluso la ciudad era diferente, tanto que parecía otra. Maia se preguntó cómo podía haber tantas versiones diferentes de una sola ciudad, de una sola persona. Quiso saber cómo había sido su otro yo. Si le enseñó a su hermano a sumar sin la ayuda de los dedos; si le gustaba escuchar música a oscuras; si amaba crear infinitas historias en su mente; si hacía lo imposible para ahorrar y visitar el mismo museo cada semana solo para tener un momento a solas. Si había aprovechado cada minuto junto a su familia. Si fue feliz.

—Quiero hablar con Malcom. —Maia fue al grano, algo que sorprendió al hermano.

—¿Te conocemos?

Maia abrió la boca, pero antes de poder contestar, se detuvo. «Sí» no era la respuesta correcta. No en esa ciudad.

—No. Pero yo sí que conozco a Malcom. Por favor. —Arqueó las cejas, dándole a entender a Max que podía confiar en ella— Tengo que hablar con él. Es importante.

El Max Moore de la realidad alternativa examinó a la chica de pies a cabeza. A ella el gesto le resultó divertido. «¿Conocerá a la otra Jessica Fisher?», se preguntó mientras tanto. A Max pareció convencerle lo que vio, aunque no lo suficiente como para dejarle pasar. Aún con la puerta entreabierta, echó la cabeza hacia atrás y llamó a su hermano con un fuerte grito.

—Que sea viejo no significa que esté sordo, Max.

―¿Está seguro?

Por alguna razón, Maia sonrió ante el pequeño intercambio de palabras de los hermanos.

—¿Quién es esta joven? —le preguntó a Max, como si Maia no estuviera presente.

—Quiere hablar contigo. Dice que te conoce.

—Necesito tu ayuda, Malcom.

—¿Mi ayuda? —Por primera vez, el mayor se dirigió a Maia— ¿Quieres que te enseñe a pintar un bodegón? Hace años que no doy clases, pero podría intentarlo.

Maia alzó una de las cejas. Pero enseguida suspiró. Pese a que sintiera curiosidad por esa pareja de hermanos, se recordó por qué estaba allí. Entonces supo que había escuchado suficiente, sobre todo cuando clavó los ojos en las manos de Malcom, manchadas de óleo y puede que algo de carboncillo.

Eran opuestos. Ambos. Todo.

—No, gracias. —Maia dio un paso hacia atrás. Bajó las escaleras del porche y se disculpó—: Creo que me he equivocado de hermanos. Siento las molestias.

Max Moore, sin preguntar ni objetar, cerró la puerta enseguida.

Maia siguió caminando y caminando con la mente en blanco y con la mirada perdida. Sin saber a dónde ir, ni qué hacía ni qué haría. Incapaz de pensar, de parar sus pies, de detenerse y de tomar aire. Se había quedado sin ases bajo la manga, sin recursos y sin ideas.

Eran opuestos. Ambos.

De estar caminando por una larga y estrecha calle pasó a pegarse contra una pared que se sentía tan fría como el hielo. Maia terminó por perder el equilibrio. Abrió bien los ojos y alzó la cabeza mientras se sujetaba a la pared. Ya no había calle, ni coches ni cláxones ni un dúplex con un increíble jardín. Solo había paredes de cristal a su alrededor. Cuatro paredes igual de duras y frías que Maia no tardó en golpearlos con fuerza mientras gritaba llena de rabia y de impotencia hasta que se le rasgó la garganta.

Maia estaba segura de que nadie contestaría a sus gritos.

—No te vuelvas a escapar.

Ante la voz, se sobresaltó.

—¡Joder! ―exclamó y, cuando estuvo a punto de preguntar qué acababa de ocurrir, las palabras se convirtieron en una risa histérica con retazos de enfado.

Maia buscó la mirada del enmascarado y su mirada grisácea le hizo acelerar el corazón. Había conseguido encontrarla en una ciudad abarrotada de gente y transporte. Pero no solo eso, sino que la acaba de encerrar en una celda.

En un simple abrir y cerrar de ojos. ¡Puff!, así de fácil.

―¡Sácame de aquí!

―No hasta que me expliques quién eres de verdad.

La joven soltó una carcajada y añadió:

―Es gracioso que me lo diga un enmascarado, ¿no crees?

―Está bien. ―Este asintió con la cabeza. También cambió el peso del cuerpo de una pierna a otras hasta que decidió llevarse la mano a la cabeza y quitarse la máscara, que estaba completamente separada del resto del traje azul.

Sin embargo, eso no fue lo que más le llamó la atención a Maia. Ni eso ni su gesto de confianza al mostrarle su verdadera identidad. Sino que fue esta última la que la dejó perpleja, sin aire, sin fuerza suficiente para mantenerse de pie. Cayó de rodillas y los cristales de la celda tintinearon por unos instantes.

Pues, ante sus ojos tenía a Jon. 

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