Maia no se detuvo hasta encontrar una cabina telefónica. Por el camino, se tuvo en un mercadillo, en el que robó una camisa que resultó ser unas tallas más grandes que la suya y muy llamativa: el estampado floral no casi imposible de pasar desapercibido. Pero no le quedaba otra que seguir adelante. Sentía al enmascarado pisándole los talones. Debía darse prisa.
Tardó más de la cuenta en hallar una cabina. Una vez en su interior, con manos temblorosas y torpes del miedo y de los nervios, abrió la guía telefónica que descansaba junto al teléfono. Primero probó con la m. Deslizó el dedo por una lista que ocupaba dos páginas sin perder la esperanza. Leyó el número y estuvo a punto de marcarlo si no fuera por la idea que se le había ocurrido.
Casi había olvidado que estaba en una realidad alternativa.
Volvió al libro. Pasó las páginas, esta vez con fuerza y ansia. Dejó atrás la a, también la g. Se detuvo en la j. Leyó la lista. Nada. Pero era imposible. ¡No podía ser! Volvió a leerla. Sin embargo, Jon González no estaba en ella.
Observó la fecha de la guía: dos mil quince. Hace dos años que no había sido actualizada. Tenía que ser eso, o que Jon se había mudado. «Siempre ha querido conocer mundo», se dijo Maia. Así que respiró hondo, tratando de calmarse.
Se lanzó, una vez más, a la m, si bien en busca de alguien diferente. Ya no le importaba tanto encontrar al doctor Moore. Primero, probó a marcar el único número que se sabía de memoria. Sin embargo, los dígitos que la debieran conectar con su familia no daban conexión.
Volvió a la guía. Alguien había dibujado una carita sonriente al borde de la página y escrito un mensaje sexual nada agradable, entre párrafo y párrafo. Quiso darse prisa, pues una pareja hacía fila afuera. Por su expresión, cada vez estaba más agotada de esperar. La pareja tocó la puerta y exclamó que qué narices estaba haciendo tanto tiempo en la cabina. Se puso tan nerviosa que las farolas más cercanas, apagas por la luz del día, se encendieron con brusquedad.
Maia huyó.
Tardó en hacerlo. Primero, se acercó al apartamento en el que vivía con su madre. Pero para su sorpresa no lo encontró. Allí donde debía haber un edificio haciendo esquina, se alzaba un rascacielos repleto de oficinas y empresarios. Pudo rendirse. No obstante, se dirigió hacia las afueras de la ciudad, donde vivió durante un par de años cuando aún su padre estaba vivo.
Así, Maia atravesó el barrio de rascacielos. Allí, no había jardines ni terrazas, tan solo aceras y altos edificios de diferentes materiales. Mirase a donde mirase, no había vegetación, sino montañas de cristal y hormigón. También había carretas inundadas de coches. Más y más coches. Percibió guardias de seguridad en las puertas principales, cámaras en cada esquina y aparcamientos privados y vigilados.
Solo cuando llegó a las afueras de la ciudad sintió la naturaleza a su alrededor. Allí se podía aspirar aire fresco y sentir una brisa agradable en la cara. Era el lugar idóneo para vivir en familia, se dijo. Y los recuerdos de su infancia la acariciaron.
Al descubrir que la casa donde una vez vivió seguía en pie, sonrió.
No supo cuánto tiempo estuvo frente al jardín. Sus piernas eran incapaces de seguir hacia delante y si lo eran, lo hacían con una torpeza extrema, creando raudales de sudor y nerviosismo. ¿Y si en esa realidad su padre seguía vivo? Cada vez estaba más convencida de que aquello no podía ser otra cosa que un sueño, o una pesadilla.
De pronto, un niño de unos ocho años pasó a su lado. Sus cabellos eran negros como el carbón y estaban despeinados a causa del viento. Empujaba una bicicleta demasiado grande para su estatura.
—¿Maia? ―preguntó confuso, clavando los ojos celestes en los de la joven—. ¿Qué haces en casa?
Un escalofrío atravesó cada extremo del cuerpo de Maia, creando un mar de lágrimas qué no supo de dónde procedían.
—¡Papá! ¡Papá!
«No puede ser», balbuceaba para sus adentros.
La puerta se abrió y allí estaba él. Ante ella. Era su padre.
Había envejecido. Su piel ya no era tersa ni sus ojos estaban tan llenos de alegría e ilusión como los recordaba. Había bolsas bajo sus ojos y ojeras oscuras. Tenía menos cabello y este se había aclarado.
«No puede ser».
Sin aviso, las lágrimas se deslizaron por las mejillas de Maia sin crear sonido. Lo mismo ocurrió con él:
—Papá, ¿por qué lloras? ―La pregunta del niño, esta vez, estaba cargado de miedo.
A Maia le temblaron las rodillas y, por unos instantes, creyó que se desplomaría en ese instante.
—Hijo, espérame dentro ¿quieres? ―Cuando el niño hubo asentido y seguido la orden de su padre, se dirigió a Maia:—: ¿Quién eres?
La joven abrió los ojos y trató de retener las lágrimas. Hizo lo mismo con la boca: separó los labios y buscó las palabras. «Soy tu hija», quiso decir. Pero no pudo.
—Si esto es una broma pesada, llamaré a la policía.
—No ―balbuceó―. No es ning...
—Quienquiera que seas, haz el favor de largarte. Estás a asustando a mi hijo. ¡Lárgate!
El grito del hombre fue como un puñal para Maia. De todos modos, ¿qué se esperaba? Con una mezcla extraña de emociones en su interior, que la ahogaban a cada segundo, dio un paso hacia atrás. Después otro, con la vista más borrosa que nunca. Finalmente, corrió tan rápido como pudo.
«Según nuestra base de datos falleciste hace un año», recordó que le había dicho la doctora Merch.
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El otro lado
Science Fiction¿Y si la realidad va más allá de lo que vemos? Maia Marlow no lo sabe, pero es de las pocas personas capaz de viajar entre realidades alternativas. Un día cualquiera, unos agentes del servicio de inteligencia la encontrarán y le asignarán una misión...