Capítulo 3

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No podía abrir los ojos. Los sentía pesados, como si hubiera dormido demasiado poco y se tuviera que despertar por obligación. Quiso ayudarse con las manos; llevarlas hasta el rostro y frotar los ojos hasta quitar esas legañas que los mantenían cerrados. Sin embargo, no pudo.

Estaba atada.

Entonces sí, los abrió, asustada y desconcertada. Frente a ella solo había un techo blanco, adornado con luminaria aún más blanca que la cegaba. Tardó varios minutos en examinar lo que tenía a su alrededor, en su mayoría dispositivos electrónicos y material científico, y en tratar de descubrir dónde se encontraba. Y, por supuesto, cómo había llegado hasta allí.

Quién la había llevado.

Tenía las muñecas atadas al borde de la cama en la que se encontraba, del mismo modo que las piernas. Alguien le había puesto una via en el brazo, arrancado el neopreno y envuelto el abdomen con vendas. Había una mancha de sangre en ellas.

Entonces recordó. Una bala impactó en su cuerpo. Revivió el dolor cuanto trató de levantarse y forcejear las esposas que la inmovilizaban. Necesitaba salir de allí.

Maia tenía que salir de allí.

Gritó sin querer. Los pinchazos alrededor de la herida de bala eran tan agudos que sin querer se había mordido la lengua. Enseguida notó el sabor metálico de la sangre en la boca.

―La Bella Durmiente se ha despertado. ―La voz la alteró, pero aún más su dueño.

A los pies de la cama, apareció un individuo embutido en un traje azul metálico. A la altura del corazón, Maia se percató de que descansaba un pin en el que se dibujaba una balanza. Soltó una carcajada, no pudo evitarlo. ¿Es que había viajado por el Multiverso y aterrizado en un mundo en el que era carnaval?

No obstante, cuando el individuo se inclino hacia la cama, Maia se puso nerviosa. Cuando recordó cómo este había aparecido en la sala de un pestañeo a otro, la luces se apagaron y se encendieron del mismo modo que lo hicieron en el callejón en el que la habían disparado.

―He tenido un día agotador, así que no me lo hagas repetir: ¿qué buscabas en esa tienda? ―A medida que hacía la pregunta y movía la boca, la máscara, también azul, baila al mismo ritmo.

Maia, por precaución y siguiendo los consejos de la agente Fisher en una situación de interrogatorio (¿lo era?), decidió no contestar.

―Te acabo de salvar la vida. No hagas que me arrepienta. ―El trajeado señaló el abdomen de la chica y agregó―: Esas vendas deberían cambiarse, a no ser que quieras que la herida nunca sane, o algo peor.

Maia intentó incorporarse. Se apoyó como pudo sobre los codos y se observó el vientre. Las vendas se habían arrugado por los movimientos y, bajo ellas, unos puntos perfectamente dados luchaban por escapar y tomar el aire. Si quería salir de allí, más aún, regresar a su mundo, no podría hacerlo herida.

―Nada. No hacía nada ―susurró finalmente con la garganta seca y boca pastosa.

―Nada. Ya, claro. Eres una chica que ha entrado... corrijo: ha aparecido ―hace hincapié en la palabra y sigue―: en la misma tienda dos veces y que ha encendido y apagado cada alamar de coche, farola, luces de casa, semáforos para sembrar el caos en la ciudad. Pero nada. No has hecho nada.

―Yo no he sembrado ningún caos.

―Dime, chiquilla. ―El individuo forma una pausa para sentarse en la cama y fija la mirada hacia un lado. Suelta un suspiro y pregunta―: ¿Ahora Sin Rostro promete poderes a cambio de cumplir órdenes? ¿Es eso lo que te dio, el poder de juguetear con la electricidad? ¿Qué más tuviste que hacer: espiar, secuestrar, torturar? En fin, no es un poder tan malo. Supongo que es un lujo poder cambiar de canal de la televisión solo con un pestañeo.

El otro ladoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora