Los últimos siete minutos del 2020.

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Eran las 11:52 de la noche en un hospital, en alguna parte del mundo. El hospital estaba trabajando a la nueva normalidad. Todos los doctores, doctoras, enfermeras y enfermeros trabajaban con mascarillas, aplicándose el jabón antibacterial por cada paciente que visitaban. Y afuera del hospital estaba la Muerte; la versión que todos nos imaginamos al oír su nombre: un esqueleto con su encapuchada túnica negra que no dejaba ver sus pies, su guadaña tan larga como él, con mango de madera y la cuchilla de brillante hierro. La Muerte estaba acompañada con mariposas negras volando a su alrededor, algunas parándose sobre su blanco cráneo y en sus esqueléticos huesos.

—Quince minutos... —dijo la Muerte viendo la luna.

—¿Sigues viendo la luna para medir el tiempo? —dijo la voz de un hombre.

Frente a la Muerte se apareció un hombre con una máscara de pico como la de la peste bubónica, con un sombrero de copa, con un bastón con empuñadora redonda hecha de plata, vistiendo con guantes, botas y un cinturón de cuero negro y una túnica negra que le llegaba a sus piernas. Estaba acompañado con una rata negra sobre su hombro.

—Muerte Negra —respondió la Muerte—. Eras sin verte con esa máscara, ¿te proteges del virus?

—Te burlabas de mí cuando usaba esto en el cuarenta y seis...

La Muerte Negra se quitó su máscara y mostró un rostro esquelético, con profundas y negras ojeras y sus ojos grises, igual que su frágil cabello gris lacio y despeinado.

—¿Entramos? —preguntó la Muerte Negra, poniendo su máscara encima de su cabeza.

Ambos entraron al hospital atravesando las puertas como simples fantasmas sin que nadie pudiera verlos.

—¿Dónde? —preguntó la Muerte Negra.

—Dos pisos arriba, en la sala de partos —respondió la Muerte—. Vamos, nos quedan trece minutos.

Las dos muertes golpearon sus bastones al mismo tiempo contra el suelo, y aparecieron dos pisos arriba, cerca del pasillo junto al elevador. La Muerte caminó por el pasillo hasta sentarse en una banca afuera de la sala de partos. La Muerte Negra se sentó a su lado. Sus mariposas volaron a los alrededores y la rata se acostó sobre la máscara.

—¿Falta mucho? —preguntó la Muerte Negra.

—Faltan doce minutos con treinta segundos —dijo la Muerte quitándose su capucha y mostrando su blanco cráneo con sus pequeñas y poco notables grietas a los lados.

—¡Feliz año nuevo! —dijo la voz de un hombre con gran felicidad.

Las dos muertes voltearon a ver a un hombre usando un casco negro, al estilo troyano que cubría gran parte de su cabeza, solo que sin la cresta del casco y con tres perros pitbull de pelaje negro con cadenas como correas. Su piel era gris y pálida, de ojos verdes, vestía con una toga negra que dejaba ver su torso y sus brazos, y caminaba descalzo con sus pies llenos de cenizas.

—Hades, señor del inframundo, ¿y este honor de venir aquí? —preguntó la Muerte Negra haciendo una reverencia y fingiendo amabilidad.

—¿Tu esposa no regresaba cada invierno a tu reino? —preguntó la Muerte.

—Tú dijiste que nos querías a todos para la reunión, y aquí estoy—dijo Hades, sentándose junto a las dos Muertes.

Hades se quitó su casco y sus perros se acostaron en el suelo. Mostró su cabello negro rapado.

—¿Y? ¿Vamos por un café? ¿Una cerveza? ¿Agua? —trató Hades de bromear, pero las Muertes lo ignoraron—. Vuestro humor sí es lo que está realmente muerto —dijo cruzado de brazos.

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