Monstruos en las colinas.

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Año 1800.

Eran esclavas un grupo de mujeres que fueron obligadas a trabajar en los cultivos, de distintas edades y razas. Extirpadas de su pueblo natal sobreviviendo días tras día en un lugar que no conocían. Aquellos que las secuestraron se apropiaron también con un abandonado castillo y sus terrenos como una base, en lo alto de una colina.

Una mujer, de tercera edad, con el cabello canoso, ondulado y largo hasta la cintura veía el castillo con el sol ocultándose al fondo, marcando el atardecer y haciendo una gran sombra del castillo. Mientras que eran vigiladas por soldados, o eso parecían ser, ya que vestían con una camiseta gris, un pantalón blanco y botas negras como las que llevaban la mayoría de militares y soldados.

—¡Anciana! —gritó uno de los soldados—. ¿Quién te ordenó que te detuvieras?

—Sí, señor —respondió la mujer viendo al soldado.

Todas las mujeres estaban arando los cultivos, arrancando las cosechas o levantando las rocas atrapadas en la tierra. Llegaban a preguntarse qué clase de soldados eran y por qué las habían secuestrado, «¿alemanes?», «¿americanos?», «¿ingleses?», «¿franceses?», llegó un momento en donde dejaron de preguntarse eso y se preguntaron: «¿Cuántas mujeres van a traer y cuántas morirán?

—Mildred.

La mujer miró de reojo a su compañera al oír su nombre. Era una mujer de la tercera edad, de tez o piel negra, con el cabello lacio y largo hasta las rodillas, y cargaba una pala en sus hombros. La gran diferencia entre las mujeres que habían sido secuestradas por años y las que habían sido secuestradas hace semanas era el desgaste en sus prendas. Las que habían sido secuestradas recientemente todavía conservaban pañoletas en sus cuellos y tenían sus vestidos junto a sus zapatillas completamente intactas; y las de que habían sido secuestradas hace años ya vestían con camisas harapientas, las faldas llenas de agujeros y caminando descalzas.

—¿Sí, Natalia? —preguntó Mildred.

—Traerán a una nueva. ¿Oíste el sobrenombre que les pusieron a las nuevas?

Mildred se puso a arrancar las rocas que estorbaban entre las zanahorias.

—¿Cómo? —dijo en voz baja. En realidad, Mildred no estaba interesada.

—«Pollitas o conejas», cada vez se le ocurren cosas peores —dijo Natalia con repulsión mientras acomodaba la tierra con la pala.

—Y a nosotras «bolsa de huesos o ciruelas pasas».

Un silbatazo marcó el fin de la jornada. Todas dormían juntas en un enorme búnker abandonado para suministros. Era un agujero de tierra donde dormían todas, con trozos de tela como colchones y pedazos de algodón como almohadas. Si los días eran cansados y opresivos, las noches eran aterradoras. Cada noche se oían los gritos de una bestia siendo torturada, a veces parecía como si destriparan a un cerdo, o que torturaran a un ser humano. Es difícil dormir cuando escuchas a un ser siendo torturado que ni siquiera sabes qué es.



Días después.

Habían traído a una mujer, una jovencita vestida con un elegante vestido rosa y pañuelo verde, con su cabello castaño, ondulado llegando al cuello. Apenas sabía cómo arar la tierra con la azada. Las demás mujeres no tenían permitido ayudarla, esa era la regla no establecida ni mencionada: «no ayudes a la novata. Deja que aprenda cómo es vivir aquí». Mildred y Natalia recogían el cultivo en canastas mientras veían de reojo a la nueva.

—¿Conoces su nombre? ¿Algo de ella? —preguntó Mildred a Natalia.

—Parece ser de la realeza por el tipo de vestido —respondió Natalia

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