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11: Pegasus, Enif 688 años luz. 

Tatareé la letra de la canción, en un japonés fluido y casi perfecto, disfrutando de las vibraciones placenteras de la música, deleitándome en los puntos críticos donde la melodía ascendía hasta un extremo demencial. Con los dedos golpeteaba de forma rítmica contra el volante, observando la fachada de la escuela.

Había llegado temprano y los niños aún no habían salido, pero una cantidad considerable de padres se congregaba en la calle. El tiempo había refrescado y las temperaturas habían sufrido un desplome considerable. Sin duda el otoño había arrasado con los resquicios del verano, como se podía apreciar en el color anaranjado, rojizo y marrón de las hojas que empezaban su camino estacional hacia el declive.

Afiancé mis dedos sobre el volante, moviendo la cabeza de un lado a otro, permitiéndome cerrar los ojos un segundo y desentonar, dejando que mi desastroso control sobre mis cuerdas vocales generase un completo caos. Al abrirlos, sintiéndome mucho más relajada y absurda, localicé la cabellera rubia y un tanto despeinada de mi hermano pequeño.

Fruncí las cejas, con una ligera confusión formándose al frente de mis pensamientos. Robin arrastraba los pies con una desgana evidente; la mochila le colgaba por un solo hombro y apenas había tenido cuidado o interés en colocarse el abrigo, abierto y desaliñado. Una mueca compungida enturbiaba la feliz y clara mirada de la que solía hacer gala.

No tardó en encontrar el coche y se desplazó despacio, como si no tuviese demasiadas ganas de alcanzarlo, dejándose adelantar por niños con una energía que parecía apabullante en contraste con su aura derrotada. El corazón se me comprimió en el pecho y una angustia protectora me hizo saltar del asiento del conductor y salir en su encuentro. Apenas me percaté de que estaba en una fina camiseta de tirante que apenas me cubría, la gelidez del ambiente fue rápida y absolutamente aplastada por la preocupación.

Tiré de mi labio inferior entre los dientes cuando el chiquillo alzó la barbilla al distinguir mis zapatillas. Me miró con el mismo mohín y yo moví las manos, otorgando a mis gestos cierto matiz exigente.

"¿Qué ha ocurrido?"

La respuesta de Robin fue hosca y demasiado veloz:

"Nada"

Le arqueé las cejas, demostrando que ni por asomo me lo había tragado y recorrí los escasos metros que nos separaban, flexionando las rodillas para detenerme a su altura. Me miró con un aire beligerante que había heredado indudablemente de nuestra madre.

"¿Qué ha pasado?" insistí, sin contemplar la opción de dar mi brazo a torcer

Robin no respondió de inmediato, apretó los labios, desviando la mirada a un punto por encima de mi hombro. Se mantuvo así unos cuantos segundos, batallando contra su propia molestia y cuando sus ojos azules regresaron sobre los míos, me examinó, casi en un último intento para asegurarse de que mi tozudez era menos intensa que la suya.

"Marcus"

Al ver mi incomprensión suspiró y me señaló el coche con la cabeza.

"Mejor hablamos dentro, la mochila me pesa y estoy cansado".

Cedí, irguiéndome nuevamente sobre mi altura y colocando una mano sobre su hombro, para conducirlo con gentileza. Robin pareció relajarse un poco una vez sentado sobre su alzador y con la calefacción del coche. El cambio de temperaturas me hizo toser de forma floja. Me senté junto a él en los asientos traseros, expectante.

"Marcus es mi amigo..." dudó al decir esto último, gesticuló como aquel que titubea "se ha declarado a la chica que me gusta. Ella dijo que sí".

Iridiscencia ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora