XIII

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Los últimos rayos de sol inundan la estancia cuando abro los ojos, tiñiéndolo todo de dorado. Me duele la cabeza y estoy segura de que no es a causa del alcohol, sino por todas las emociones y la adrenalina a las que he sometido a mi cuerpo hoy. Siento cada latido en las sienes, aunque ya he descansado un buen rato, supongo que no ha sido suficiente.

El sol me molesta, hago un esfuerzo por enfocar el lugar en el que me encuentro.

Sigo al lado de Henry, que continúa dormido exactamente igual que antes de que yo también me rindiera al cansancio. Me incorporo con algo de esfuerzo, siento el cuerpo dolorido, exhausto. Me restriego los ojos con el dorso de la mano y me levanto para ir a correr las cortinas. Henry debería seguir descansando para recuperar fuerzas y a mí no me apetece hacer otra cosa que no sea volver a la cama.

Tras dar un par de pasos, me fijo en la mesilla, o más bien en su contenido. Sobre ella descansan un par de cuencos llenos de estofado y unas cucharas. En un primer momento no me parece nada raro, solo me llama la atención. Pero luego caigo en la cuenta de lo que ello implica: significa que alguien ha entrado (y no me he dado ni cuenta) para dejarlo y debe de habernos visto... durmiendo... juntos... ¡Dios! Creo que me moriré de la vergüenza. Las mejillas me arden. Me llevo las manos hasta taparme la cara con ellas, no quiero ver nada más. Ojalá me tragara la tierra ahora mismo.

–¿Qué hora es?– escucho a mi espalda, junto el sonido de tela moviéndose contra otra tela. Solo me atrevo a mirar entre los dedos entreabiertos hacia atrás.

Observo a Henry poniendo todo su esfuerzo en intentar sentarse sobre la cama, apoyándose sobre los codos y reprimiendo, a penas, un gruñido de dolor. Tiene el pelo revuelto y la cara somnolienta y agotada.

–No deberíais...– Me apartó las manos de la cara antes de hablar y me giro del todo hacia él, pero abandono la frase a la mitad. Es un cabezota sin remedio, va a hacer lo que le dé la gana y lo que yo le diga no va a cambiar nada, si acaso solo lo motivará a llevarme la contraria. Y ahora mismo no tengo ni ganas ni fuerzas para lidiar con sus tonterías.– Es tarde, está empezando a anochecer. ¿Cómo os encontráis?– Me acerco un par de pasos, pero paseo mi vista por el suelo.

–Mejor, solo me encuentro un poco dolorido.– Y cansado, a juzgar por el tono de su voz, pero mucho menos que antes.

–Deberíais comer algo.– Le paso un cuenco y una cuchara. Supongo que será capaz de comer solo. Se le ve verdaderamente mucho mejor que antes, aunque eso no es algo muy difícil dado que antes estaba muy muy mal, por lo menos ha recuperado el color en la cara.

–Vos también, comed conmigo.– Me hace un gesto con la mano, invitándome.

Cojo el otro cuenco y me siento en la cama, alejada de él, frente a frente. También tengo hambre.

Comemos un rato en silencio, los rayos desapareciendo en el horizonte, cuando Henry vuelve a hablar.

–Os debo un favor, por salvarme la vida.

Levanto la vista, antes fija por completo en mi comida, para observarlo, pero él ni siquiera ha movido los ojos de su cuchara, como si hubiera comentado algo sin importancia, mientras remueve su comida.

Parece que le ha bajado la fiebre, sin embargo, utilizó las mismas palabras estando febril. Me pregunto si recordará todo aquello, si lo dijo estando en sus cabales o afectado por el dolor. Los sentimientos y las emociones de esta mañana se me agolpan de nuevo en la cabeza. Prefiero apartarlos y una frase se escapa de mis labios al hacerlo, un pensamiento al que en aquel momento le di muchas vueltas.

Nuevo rumboDonde viven las historias. Descúbrelo ahora