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Todas las chicas son muy agradable y nunca me piden ir a ninguna otra parte de la mansión, probablemente me perdería.

–¿De dónde eres?– me pregunta Rosa en un momento.

–Oh, vengo de Castilla.

Linda se acerca a mí.

–¿Y qué tal es aquello? Siempre he querido visitarlo.

–Lo cierto es que no he visto mucho, pero tiene unos bosques y unos ríos preciosos. La comida también es buena. Pero me gusta mucho esto, el Caribe es cautivador.

–Eso no lo dudes.– responde Rosa y todas comienzan a reír.– Es su magia.

La conversación es tranquila y gira alrededor de muchos temas, yo intento no hablar mucho sobre mí.

Al oscurecerse el cielo y llegar la hora de la cena, todo está ya preparado y antes de seguir al resto para llevar los platos y los cubiertos para poner la mesa, Rosa me retiene y me dice que no puedo salir así. Y no me da tiempo ni a preguntarle a qué se refiere antes de que me siente en una silla y empiece a pintarme los labios de rojo, las mejillas de rosa y una raya negra en los ojos. Me veo en un espejo y estoy... guapa, me queda bien. Si mi madre me viera se echaría las manos a la cabeza.

Cuando por fin ha acabado conmigo, me pone un gran plato de pollo asado con especias en las manos y me hace seguirla por una infinidad de pasillos, junto con otras cuantas (cargando también con montones de comida), hasta un enorme salón adornado con lámparas de araña y la misma recargada decoración de los pasillos.

Ya están todos sentados a la mesa llena de comida, cubiertos y candelabros.

Pegados a las paredes descansan tranquilos pero atentos y armados unos cuantos guardias, como si vigilaran la escena sin prestarle demasiada atención.

Siento que mis compañeros de tripulación me lanzan miraditas disimuladas, probablemente sorprendidos por mi aspecto actual.

Dejo el plato en un hueco que encuentro en medio de la mesa, imitando a Rosa, y la sigo de vuelta a las cocinas. Pero antes, echo una ojeada a la estancia, Ricardo está sentado a la cabecera de la mesa y... Henry se encuentra a su lado y una hermosa chica pelirroja que lleva un ajustado vestido aguamarina le susurra algo al oído. Sus ojos se encuentran con los míos antes de que suelte una risa coqueta, ronca, ante el comentario de la chica. Le sostengo esa mirada azul, divertida, un poco más antes de dar media vuelta y seguir a Rosa, que empieza a desaparecer por el pasillo.

Caminando detrás de ella se me va formando un sentimiento punzante, extraño y desagradable en el estómago que desecho velozmente, no me permito pensar en él, en esta cosa desconocida. No puedo pensar en eso. Tengo que concentrarme, tengo que encontrar el tesoro.

Ceno con el resto de las muchachas. Un estofado buenísimo, para chuparse los dedos. Paso casi todo el rato en silencio, ordenando mi cabeza. Comemos rápido y otra chica me dice que vuelva al salón a ocuparme de recoger y rellenar copas, yo me limito a seguirla sin hacer preguntas, ni siquiera cuando me pone una jarra de vino en las manos que al llegar deposito en la mesa.

Ya me estaba alejando, bien para buscar más, bien para buscar instrucciones, pero una voz me retiene.

–Espera, Anne,– Es la voz de Henry.– relléname la copa.

Me giro hacia él. Ricardo ha desaparecido de su sitio, está en la otra punta de la mesa riendo a carcajadas. Ninguna dama a la vista. Henry, despatarrado en su silla como si fuera el rey del castillo, la copa entre los dedos y la jarra... enfrente de él, al alcance de su mano. Si estuviéramos en el barco le hubiera lanzado la bebida a la cara, mas como no lo estamos, me acerco dócilmente, agarro la jarra y hablo solo cuando estoy lo suficientemente cerca de él para que nadie más me escuche al susurrar.

Nuevo rumboDonde viven las historias. Descúbrelo ahora