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Luego de dos meses negándose a visitar su tumba, Levi debía admitir que aceptar de una buena vez la muerte de Hange y haber ido al cementerio lo había hecho sentir muchísimo mejor. Después de una larga charla entre él y el imaginario espíritu de su esposa, que lo escuchaba disculparse y decirle cuánto la quería y extrañaba con atención, el constante dolor que lo había acompañado en su pecho durante esas semanas, tal y como una pesada piedra, por fin había disminuido; al menos un poquito.

Siempre era así. Largos días de sufrimiento antes de que este bajara un «poquito» de nivel; posteriormente continuaba bajando hasta que ya creías tenerlo superado y, a medida que aquello ocurría, las esperanzas de que podías tener una vida feliz crecían y se mantenían. No obstante, cuando parecía que ya todo iba bien, el universo te dejaba en claro cuán equivocado estabas. Esa vez, había tardado mucho más de lo normal, tanto que Levi lo había olvidado y el golpe lo había tomado mucho más desprevenido que en las otras veces.

No iba cometer una estupidez tamaño casa como lo era suicidarse, pero sus ganas de crear cualquier tipo de lazo con personas se habían desvanecido por completo. No quedaba nada. No quería nada. No quería volver a sufrir.

En esta ocasión, el camino al cementerio le resultó muchísimo más llevadero. Aun no hacían ni veinticuatro horas desde que se había marchado; sin embargo, cuando el despertar lo tomó tan de sorpresa, regalándole las milagrosas ganas de retomar sus kilómetros mañaneros y prepararse un buen desayuno —aunque estos ya no tuvieran los batidos de Hange—, el deseo de volver al cementerio se apoderó de él. Continuaba sin esperanzas y así quería seguir, pero eso no le impedía visitar a un muerto; es decir, ¿qué era lo peor que le podía pasar? ¿Aplastar una flor sin querer?

Antes de las diez de la mañana, Levi ya se hallaba de pie frente a la enorme verja del lugar. Un par de pantalones de mezclilla negra, a juego con la mascarilla y la gorra, y las gafas que llevaba para protegerse del sol, junto a una simple sudadera blanca, fueron suficiente para hacerle sentir satisfecho y mostrarse a la sociedad; no obstante, al contemplar sus zapatillas del mismo color blanco de la sudadera, el pensamiento de que quizás no había sido la mejor opción de calzado para visitar un cementerio lo llenó de un oscuro pesimismo. Un sentimiento que se acrecentó aun más al notar como el cabello, que llevaba dos meses sin cortarse, se le pegaba a la nuca a causa del sudor. Lo hacía sentir asqueroso.

Cuando finalmente entró y se dirigió a la correspondiente tumba, en su cabeza comenzó a formarse un escenario muy imaginario; uno que, en su opinión, hacía de todo aquello una situación menos dolorosa.

Sentada con las piernas abiertas en una posición nada femenina sobre su propia lápida, una vez más Hange hizo su aparición frente a él. Al verle, sus labios formaron una radiante sonrisa, haciendo que sus ojos brillaran a través del cristal de los lentes al encontrarse con los suyos.

—¡Oh, enanín! ¡Nuevamente estás aquí! Eso sí que fue rápido —exclamaba ella a los cuatro vientos, sin el temor de incordiar a los demás o importarle en absoluto que los oscuros mechones de su cabello castaño escaparan de la coleta al agitar sus brazos—. El día está precioso, ¿no lo crees? ¡Mira todo ese cielo despejado! Lo estás arruinando con tu cara de oler a mierda.

Luego se carcajeaba.

Él sonrió con melancolía. Maldición, dolía mucho.

No obstante, cualquier rastro de sonrisa desapareció de su rostro en cuanto el mismo chico del día anterior entró en su campo de visión, con la diferencia de que en esa ocasión se hallaba frente a la tumba de Hange. Su entrecejo se arrugó de inmediato, acompañando a la mueca de molestia que se formaba en su rostro.

¿Qué hacía ahí de nuevo? ¿Había pasado la noche y ahora chismeaba en las tumbas de los demás, o compartía su situación? Fuera lo que fuese, lo averiguaría.

Sus pies se movieron solos, al igual que las palabras salieron de su boca.

—Oi, mocoso.

El chiquillo pegó un brinquito y se volteó a verlo con total incredulidad, ensanchando aun más sus enormes ojos verdes, relucientes como la esmeralda, al tiempo que soltaba algún balbuceo incoherente. Vestía el mismo traje negro que hacía unas horas, tal y como el de los muertos, y su cabello de un bonito tono achocolatado se mecía con el escaso viento sobre su cuello. Otra vez no llevaba mascarilla; cuánta imprudencia.

—¿Qué haces aquí? —inquirió Levi al llegar junto al susodicho, cruzándose de brazos—. ¿La conocías o algo?

Espantado de una forma que él no lograba comprender, este se alejó unos cuantos pasos de su persona, evidentemente dubitativo.

Cuando unos instantes más tarde el impacto inicial pareció haber disminuido, el chico al fin se atrevió a preguntarle en un hilo de voz:

—Ah... ¿Me estás hablando a mí?

Levi bufó.

—¿Acaso ves a alguien más? —obvió él elevando las cejas, a lo que el otro negó. Parecía un perro callejero cualquiera, asustado de que lo golpearan; cosa que no estaba muy lejos de la realidad, pues, aunque el perro llevase traje de muerto, continuaba con el aspecto descuidado del día anterior. Tal vez sí había pasado la noche allí.—. Bueno, entonces contesta. ¿Qué haces aquí, merodeando en las tumbas de otros?

Ante su cuestión, el chico se encogió y llevó la mirada al suelo, como en espera de que la hierba que cubría casi la totalidad del cementerio le diera una respuesta adecuada.

—Solo... Es solo que el epitafio me pareció muy bello... Eso —respondió después de unos segundos, levantando la cabeza para mirarlo a los ojos.

Inesperadamente, aquella respuesta convenció por completo a Levi.

—Sí, lo es —confirmó él, sosteniéndole la mirada—. Le hace justicia.

El perro callejero con traje de muerto pareció dudar, pero finalmente le sonrió.

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Connecting with Death ░ RiRenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora