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Percy.

Percy añoraba el pantano.

Nunca pensó que echaría de menos dormir en la cama de piel de un gigante en una choza hecha con huesos de drakon en un supurante pozo negro, pero en ese momento le parecía los Campos Elíseos.
Él, Règine y Bob avanzaban dando traspiés en la oscuridad; el aire era denso y frío, y en el suelo se alternaban las parcelas de rocas puntiagudas con los charcos de fango. El terreno parecía pensado para que Percy no pudiera bajar la guardia en ningún momento. Hasta caminar tres metros resultaba agotador.

Su foco de atención se reducía al suelo que tenía delante. No existía nada más que eso y Règine a su lado.

Cada vez que tenía ganas de rendirse, de dejarse caer y de morirse (cosa que le pasaba cada diez minutos), alargaba el brazo y le cogía la mano para acordarse de que había calidez en el mundo, cosa que a ella no le parecía importar porque también le agarraba la mano.

Percy debía de admitir que le agradaba estar acompañado de una chica tan fuerte como lo era ella, aparte de que tenía linda personalidad a comparación del resto de sus hermanos. Règine era una chica que podía iluminar cualquier lugar por más oscuro que fuera, y eso estaba haciendo ahora mismo: ella estaba siendo su luz en ese momento.

—¿Te puedo hacer una pregunta? —preguntó el chico.

—Ya me la estás haciendo.

Percy rió. Era cierto.

—¿A...a qué se referían las diablas con que abandonaste a una anciana?

La mirada de Règine se volvió vacía, como si recordara algo que prefería olvidar para siempre. Percy creyó que había metido la pata pero ese pensamiento se desvaneció cuando ella le respondió.

—Eso fue hace muchos años, cuando era una niña vanidosa y egocéntrica, me encontraba en una excursión de la escuela a mitad de esta escuché un ruido en un basurero, fui allí lista para atacar en caso de que fuera un monstruo pero no fue así, era una anciana que buscaba algo qué comer al verme me pidió dinero pero se lo negué y la insulté diciéndole que era muy fea, al momento de hacerlo aparecieron unas arpías, eran demasiadas y entré en pánico así que huí como pude, al parecer la anciana también era una semidiosa porque escuchaba como me pedía ayuda a gritos seguido de escuchar cómo era devorada por las arpías.

Percy se quedó en silencio sorprendido por lo que acababa de escuchar, en el campamento había escuchado rumores sobre cómo Règine había sido una mala persona pero no les había creído porque, cuando llegó al campamento con doce años, ella se había mostrado una persona dulce y agradable.

—No fue tu culpa, Règine. Eras una niña, yo también habría entrado en pánico y más si se trataba de más una arpía.

Règine soltó un suspiro mientras apartaba la vista de él.

—Este sitio es peor que el río Cocito —murmuró ella.

—Sí —contestó Bob alegremente—. ¡Mucho peor! Eso significa que estamos cerca.

¿Cerca de qué?, se preguntó Percy. Pero no tenía fuerzas para preguntar. Se fijó en que Bob el Pequeño se había escondido otra vez en el mono de Bob, lo que confirmó la opinión de Percy: el gatito era el más listo del grupo.

Entonces la oscuridad se dispersó emitiendo un gran suspiro, como el último aliento de un dios moribundo. Delante de ellos se abría un claro: un campo árido lleno de polvo y piedras. En el centro, a unos veinte metros de distancia, había una espantosa figura de mujer arrodillada, con ropa andrajosa, miembros esqueléticos y piel de color verde correoso. Tenía la cabeza agachada mientras sollozaba en voz baja, y el sonido quebrantó todas las esperanzas de Percy.

Se dio cuenta de que la vida era inútil. Sus esfuerzos no servían de nada. Aquella mujer derramaba lágrimas como si llorara la muerte del mundo entero.

—Ya hemos llegado —anunció Bob—. Aclis puede ayudaros.



 Aclis puede ayudaros

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Si la diabla sollozante era lo que Bob entendía por ayuda, Percy no tenía ningún interés en recibirla. Sin embargo, Bob avanzó. Percy se sintió obligado a seguirlo. Por lo menos esa zona era menos oscura; no estaba exactamente bien iluminada, pero había una espesa niebla blanca.

—¡Aclis! —gritó Bob.

La criatura levantó la cabeza, y el estómago de Percy gritó: « ¡Socorro!» .

Su cuerpo era horrible. Parecía una víctima de la hambruna: miembros como palos, rodillas hinchadas y codos nudosos, harapos que hacían las veces de ropa, uñas de manos y de pies rotas. El polvo cubría su piel y se amontonaba en sus hombros, como si se hubiera duchado en el fondo de un reloj de arena.

Su cara era desoladora. Sus ojos hundidos y legañosos lloraban a mares. La nariz le moqueaba como una cascada. Su ralo cabello gris estaba enredado con mechones grasientos, y tenía las mejillas llenas de raspazos y manchadas de sangre como si se hubiera arañado.

Percy no soportaba mirarla a los ojos, de modo que bajó la vista. Sobre sus rodillas había un antiguo escudo: un maltrecho círculo de madera y bronce con un retrato pintado de la propia Aclis sosteniendo un escudo, de modo que la imagen parecía perpetuarse eternamente, cada vez más pequeña.

—Ese escudo —murmuró Règine—. Eso es. Creía que era una leyenda.

—Oh, no —dijo gimiendo la vieja bruja—. El escudo de Hércules. Él me pintó en la superficie para que sus enemigos me vieran durante sus últimos momentos de vida: la diosa del sufrimiento —tosió tan fuerte que a Percy le dolió el pecho—. Como si Hércules supiera lo que es el auténtico sufrimiento. ¡Ni siquiera es un buen retrato!

Percy tragó saliva. Cuando él y sus amigos se habían enfrentado a Hércules en el estrecho de Gibraltar, el encuentro no había tenido un desenlace favorable.

Había habido muchos gritos, amenazas de muerte y piñas lanzadas a toda velocidad.

—¿Qué hace aquí su escudo? —preguntó Percy.

La diosa lo miró con sus húmedos ojos lechosos. Las mejillas le empezaron a chorrear sangre y mancharon su andrajoso vestido de puntos rojos.

—Él ya no lo necesita, ¿no? Vino aquí cuando su cuerpo mortal se quemó. Un recordatorio, supongo, de que ningún escudo es suficiente. Al final, el sufrimiento se apodera de todos vosotros. Hasta de Hércules.

𝐋𝐄𝐀𝐕𝐈𝐍𝐆 𝐏𝐀𝐑𝐀𝐃𝐈𝐒𝐄, heroes of olympusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora