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Ambos decidieron descansar un rato a la orilla del río Cocito, pues se encontraban muy agotados.

Règine notó como Percy masajeaba constantemente sus manos y cada vez que lo hacía se le formaba una mueca del dolor, así que se acercó a él y agarró sus manos con delicadeza, en el acto sorprendiendo al semidiós.

La hija de Afrodita se asqueó un poco al ver la carne viva de los dedos del chico, sabía que había sido por sujetarlos en el saliente de la sima antes de caer. Sí, se sintió mal por eso. Rasgó un poco de su camiseta para después enrollarsela en la mano.

—Gracias. —dijo el chico con una débil sonrisa entre los labios.

Règine alzó la mirada hacia Percy. Tenía muy mal aspecto. El cabello moreno se le pegaba a la frente y su camiseta de manga corta estaba hecha jirones. Pero lo más preocupante de todo era que estaba temblando y tenía los labios morados.

—Deberíamos mantenernos en movimiento o sufriremos hipotermia —dijo Règine—. ¿Puedes levantarte?

Él asintió.

Los dos se levantaron con dificultad.
Règine le rodeó la cintura con el brazo. Escudriñó el entorno. Arriba no había rastro del túnel por el que habían caído. Ni siquiera podía ver el techo de la cueva; solo unas nubes color sangre flotando en el brumoso aire gris. Era como mirar a través de una mezcla diluida de sopa de tomate y cemento.
La playa de cristales negros se extendía hacia el interior a lo largo de unos cincuenta metros y luego descendía con forma de acantilado. Desde donde se encontraban, Règine no podía ver lo que había abajo, pero una luz roja parpadeaba en el borde como si el fondo estuviera iluminado por grandes hogueras.

Percy inspiró bruscamente.

—Mira.

Señaló río abajo.

A treinta metros de distancia, un coche italiano azul celeste cayó de morro contra la arena. Agarró la mano de Percy y se dirigieron a los restos del vehículo dando traspiés. Uno de los neumáticos del coche se había desprendido y estaba flotando en un remolino estancado en el Cocito. Las ventanillas del Fiat se habían hecho añicos y habían sembrado la playa oscura de cristales más brillantes, como si fueran escarcha. Bajo el capó aplastado se encontraban los restos maltrechos y relucientes de un gigantesco capullo de seda.

Unas marcas en la arena formaban un rastro río abajo... como si algo pesado y con múltiples patas se hubiera internado a toda prisa en la oscuridad.

—Está viva.

—Es el Tártaro —dijo Percy—. El hogar de los monstruos. Aquí abajo tal vez no se les pueda matar...o puede que esté herida de gravedad y se haya retirado a morirse.

—Pensemos eso —convino Règine.

Percy todavía temblaba. Règine no había entrado en calor en lo más mínimo, a pesar del aire caliente y pegajoso del lugar o su chaqueta de cuero. Los cortes que se había hecho en las manos con los cristales seguían sangrando, cosa extraña en ella.
Normalmente se curaba rápido. Cada vez le costaba más respirar.

—Este sitio nos está matando —dijo Percy—. Nos va a matar en sentido literal a menos que...

Dejó la palabra en el aire como si estuviera recordando algo.

—¿Al menos que qué, Percy?

—Es un plan —murmuróPercy—. Tenemos que encontrar el río de Fuego.










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El acantilado descendía más de veinticinco metros. En el fondo se extendía una versión pesadillesca del Gran Cañón del Colorado: un río de fuego que se abría camino a través de una grieta de obsidiana irregular, mientras la reluciente corriente roja proyectaba horribles sombras en las caras de los acantilados.

Incluso desde lo alto del cañón, el calor era intenso. Respirar le exigía cada vez más esfuerzo, como si tuviera el pecho lleno de poliexpán. Los cortes de las manos le sangraban más.

—Eh... —Percy examinó el acantilado. Señaló una diminuta fisura que avanzaba en diagonal desde el borde hasta el fondo—. Podemos probar con ese saliente. Tal vez podamos bajar.

No dijo que sería una locura intentarlo. Se las arregló para mostrarse esperanzado.

Percy descendió primero. El saliente apenas era lo bastante ancho para apoyar el pie. Sus manos buscaban cualquier grieta en la roca vítrea. Varios pasos por debajo de ella, Percy gruñó al llegar a otro asidero.

—Entonces... ¿cómo se llama ese río de fuego? —preguntó.

—Flegetonte —respondió él—, deberías concentrarte en el descenso.

—¿Flegetonte? —él siguió bajando a lo largo del saliente. Habían recorrido aproximadamente un tercio del camino hasta el fondo del acantilado; todavía se encontraban lo bastante arriba para morir en caso de que se cayeran—. Suena a animal africano.

—Por favor, no me hagas reír —dijo él.

—Me sorprende que no quieras quitarle el hierro al asunto. Siempre te veía como alguien positivo y que intentaba siempre alegrarles el día a los demás, según veo como tratas a los demás. —confesó.

—Nunca creí terminar en el Tártaro. Este lugar es tan deprimente que ya ni sé si seguir.

—Lamento habertearrastrado hasta aquí, pero hay que salir de alguna forma u otra. No piensomorir en este apestoso lugar y, aparte, debemos de cerrar las puertas de laMuerte...no hay que dejar que esa bruja se salga con la suya.

𝐋𝐄𝐀𝐕𝐈𝐍𝐆 𝐏𝐀𝐑𝐀𝐃𝐈𝐒𝐄, heroes of olympusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora