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Habían recorrido varios cientos de metros, en todo ese recorrido Règine intentó hacer un plan para escapar de ese horripilante lugar cuanto antes pero no se le daba tan bien como un hijo de Atenea. Puede que se esté menospreciando en ese momento pero necesitaban algún plan urgente, ese lugar los estaba matando lenta y dolorosamente.

Se le empezaba a caer la cabeza del agotamiento cuando las oyó —unas voces de mujer enzarzadas en una discusión— y se puso alerta en el acto.

—¡Agáchate, Percy! —susurró.

Tiró de él y lo ocultó detrás del canto rodado más cercano, y se pegó tanto a la orilla del río que sus zapatos casi tocaron el fuego. Al otro lado, en el estrecho sendero entre el río y los acantilados, las voces gruñían y aumentaban de volumen conforme se aproximaban desde más arriba.

Règine trató de controlar su respiración. Las voces sonaban vagamente humanas, pero eso no quería decir nada. Daba por sentado que en el Tártaro cualquier cosa era su enemigo. Ignoraba cómo era posible que los monstruos no los hubieran visto. Además, los monstruos podían oler a los semidioses, sobre todo a los que eran poderosos como Percy, hijo de Poseidón. Règine dudaba que esconderse detrás de una roca sirviera de algo cuando los monstruos detectaran su olor.

Aun así, los monstruos se acercaron sin que sus voces cambiaran de tono. Sus pasos irregulares —« ras, cloc, ras, cloc» — no se aceleraron.

—¿Cuánto falta? —preguntó uno de ellos con voz áspera, como si hubiera estado haciendo gárgaras en el Flegetonte.

—¡Oh, dioses! —dijo otra voz.

Esa voz sonaba mucho más joven y más humana, como la de una adolescente mortal que se exaspera con sus amigas en el centro comercial.

—¡Sois unas pesadas! Os lo he dicho, está a tres días desde aquí.

Percy agarró la muñeca de Règine. La miró alarmado, como si él también hubiera reconocido la voz de la chica del centro comercial.

Hubo un coro de gruñidos y murmullos. Las criaturas —una media docena, aproximadamente— se habían detenido justo al otro lado de la roca, pero seguían sin dar muestras de haber detectado el olor de los semidioses. La semidiosa se preguntó si los semidioses no olían igual en el Tártaro o si el resto de olores del lugar eran tan fuertes que enmascaraban el aura de un semidiós.

—Me pregunto si de verdad conoces el camino, jovencita —dijo una tercera voz, áspera y vieja como la primera.

—Cierra el pico, Serephone —dijo la chica del centro comercial—. ¿Cuándo fue la última vez que escapaste al mundo de los mortales? Yo estuve hace un par de años. ¡Conozco el camino! Además, yo sé lo que nos espera allí arriba. ¡Tú no tienes ni idea!

—¡La Madre Tierra no te ha nombrado la jefa! —gritó una cuarta voz.

Más susurros, sonidos de riña y gemidos salvajes, como si unos gigantescos gatos salvajes se estuvieran peleando. Al final, la que se llamaba Serephone gritó:
—¡Basta!

La riña se apaciguó.

—Te seguiremos de momento —dijo Serephone—. Pero si no nos guías bien, si descubrimos que nos has mentido sobre la llamada de Gaia...

—¡Yo no miento! —le espetó la chica del centro comercial—. Creedme, tengo motivos para participar en esta batalla. Tengo enemigos que devorar, y vosotras os daréis un banquete con la sangre de los héroes. Solo os pido que me dejéis uno en concreto: el que se llama Percy Jackson.

Règine contuvo un grito ahogado. Se olvidó del miedo. Miró a Percy y este se encontraba en shock, tal vez aquél monstruo y Percy se hayan enfrentado en el pasado, evidentemente él mandándola al Tartaro para estar a salvo pero...ahora ellos estaban en su territorio.

—Creedme —dijo la chica del centro comercial—. Gaia nos ha llamado, y nos lo vamos a pasar en grande. Antes de que termine la guerra, mortales y semidioses temblarán al oír mi nombre: ¡Kelli!

Las criaturas se marcharon arrastrando los pies y sus voces se volvieron más débiles. Règine se acercó sigilosamente al borde de la roca y se aventuró a echar un vistazo. Efectivamente, cinco mujeres avanzaban tambaleándose con unas piernas desiguales: la izquierda, de bronce y mecánica, y la derecha, peluda y con la pezuña hendida. Su cabello estaba hecho de fuego y su piel era blanca como un hueso. La mayoría de ellas llevaban vestidos andrajosos de la antigua Grecia, menos la que iba delante, Kelli, que llevaba una blusa quemada y raída y una minifalda plisada... un conjunto de animadora.

Unos de los monstruos que más odiaba Règine, eran las empousai, además de sus terribles garras y colmillos, tenían la poderosa facultad de manipular la Niebla. Podían cambiar de forma y usar su capacidad de persuasión para engañar a los mortales y conseguir que bajaran la guardia. Los hombres eran especialmente susceptibles. La táctica favorita de las empousai consistía en enamorar a un hombre y luego beberse su sangre y devorar su carne. No era lo que se dice una primera cita encantadora.

Percy se levantó para después ayudarla a levantarse.

—Se dirigen a las Puertas de la Muerte —murmuró—. ¿Sabes lo que eso significa?

Règine no quería pensar en ello, pero lamentablemente aquella terrorífica brigada de devoradoras de carne era lo más parecido a la buena suerte que iban a encontrar en el Tártaro.

—Sí —dijo—. Tenemos que seguirlas.

𝐋𝐄𝐀𝐕𝐈𝐍𝐆 𝐏𝐀𝐑𝐀𝐃𝐈𝐒𝐄, heroes of olympusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora