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Percy.

Percy todavía no había muerto, pero estaba harto de ser un cadáver.

Mientras avanzaban penosamente hacia el corazón del Tártaro, no paraba de mirarse el cuerpo, preguntándose cómo era posible que fuera suyo. Sus brazos parecían palos cubiertos de cuero blanqueado. Sus piernas esqueléticas parecían deshacerse en humo a cada paso que daba. Había aprendido a moverse más o menos con normalidad dentro de la Niebla de la Muerte, pero la mortaja mágica todavía le hacía sentirse como si estuviera envuelto en un abrigo de helio.

Le preocupaba que la Niebla de la Muerte se pegara a él para siempre, aunque consiguieran sobrevivir al Tártaro. No quería pasar el resto de su vida con la pinta de un extra de The Walking Dead.

Percy trataba de concentrarse en otra cosa, pero no había ningún lugar seguro al que mirar. Bajo sus pies, el suelo emitía un brillo de un repugnante color morado, surcado de redes de venas palpitantes. A la tenue luz roja de las nubes de sangre, Règine, envuelta en la Niebla de la Muerte, parecía un zombi recién resucitado.

—Oye, Règine —llamó la atención de la asiática—. ¿Qué ibas a decirme en la Mansión de la Noche?

Règine se mostró un poco nerviosa ya que comenzó a juguetear con su cabello. Percy la analizó, apesar de que tenía la cara rasguñada y sucia, sus pantalones parecían que se hubiera revocado en un barro como cerdo y su cabello lacio estuviera grasoso. Para Percy, aún así, le parecía a sus ojos muy guapa. Nunca antes había conocido a alguien se viera tan atractiva estando desaliñada, que parecía que no se hubiera bañado en décadas, y que viviera en un basurero.

Règine lo miró a los ojos, cuando lo hice Percy se sintió en las nubes y como si su estómago tuviera electricidad.

—Te iba a preguntar: ¿Te gustaría salir conmigo algún día? Claramente, si salimos vivos de esta tortura.

Percy abrió los ojos a más no poder, nunca creyó que una chica tan linda como ella lo invitaría a salir. Percy intentó responderle pero las palabras no le salían de la boca. Règine, al ver que él no respondía, pareció entristecerse, nunca nadie antes le había rechazado.

—¿A dónde te gustaría ir? —preguntó Percy, con su característica sonrisa pícara, cosa que también contagió a Règine ya que sonrió pero enseguida se borró al regresar a la realidad.

Delante de ellos les esperaba la imagen más deprimente de todas. Un ejército de monstruos se extendía hasta el horizonte: bandadas de arai aladas, tribus de desmañados cíclopes, grupos de espíritus malvados flotantes.

Miles de malos, quizá decenas de miles, arremolinándose nerviosamente, empujándose unos a otros, gruñendo y peleándose por el sitio: como el vestuario de un instituto abarrotado entre clase y clase, en el que todos los alumnos fueran mutantes apestosos y atiborrados de esteroides.

Bob los llevó hacia el margen del ejército. No hizo el menor esfuerzo por esconderse, aunque tampoco le hubiera servido de mucho. Con una estatura de tres metros y el pelo de brillante color plateado, a Bob no se le daba muy bien el sigilo.

A unos treinta metros de los monstruos más cercanos, Bob se volvió para mirar a Percy.

—No hagáis ruido y quedaos detrás de mí —aconsejó—. No se fijarán en vosotros.

—Eso esperamos —murmuró Percy.

Sobre el hombro del titán, Bob el Pequeño despertó de la siesta. Emitió un ronroneo sísmico y arqueó la espalda antes de convertirse en esqueleto y luego otra vez en gato. Por lo menos, no parecía nervioso.

Règine examinó sus manos de zombi.

—Bob, si somos invisibles… ¿cómo es que tú puedes vernos? O sea, tú eres técnicamente, ya sabes…

𝐋𝐄𝐀𝐕𝐈𝐍𝐆 𝐏𝐀𝐑𝐀𝐃𝐈𝐒𝐄, heroes of olympusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora