Cicatrices

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«No es fácil ni importante volver al pasado y reabrir las cicatrices de allí. La única justificación es saber que ese conocimiento me va a ayudar a entender mejor el presente».

Paulo Coelho.

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Castillo Mutsu, 6 años atrás...

Era otro de los tantos asedios contra el Clan Takeda. Kagura había cometido un error de cálculo que le costó una bofetada por parte de Naraku, en la que casi le vuela los dientes. Debido a ese error, el Clan Go-Hōjō estaba llegando antes de lo esperado a las puertas del castillo. El joven Comandante, Bankotsu, fue rápidamente notificado del ataque y, gracias a las buenas tácticas de guerra que siempre tenía previstas, logró contener con sus soldados el avance del enemigo hacia el castillo. No obstante, el Clan Go-Hōjō era uno de los clanes más poderosos de Japón y su artillería era contundente; por primera vez, los Takeda tenían las de perder.

La batalla llevaba un día entero. Bankotsu pensó que tenía que hacer algo para ganar ventaja o el número de sus soldados se reduciría a menos de la mitad, el Clan Go-Hōjō cruzaría la línea de defensa y entrarían al castillo. De ser así, los Takeda no tendrían escapatoria.

—¡Jakotsu! Te quedas a cargo —dijo Bankotsu y enfundó su katana.

—¡¿Qué?! ¡¿Te vas ahora?!

—Volveré enseguida y acabaré con esto de una vez por todas —respondió determinado el moreno y montó su caballo—. Cubre mi retirada —ordenó.

—¡No! ¡Hermano...! ¡No bromees ahora! —exclamó casi en una súplica, aún sabiendo que este no bromeaba con cosas así.

—¡Asegúrate de no morir hasta que regrese, Jakotsu! —gritó al iniciar el galope y se dirigió a toda velocidad hacia las puertas del castillo.

Bankotsu no se permitiría perder esa batalla, y no supo por qué, pero simplemente, tenía claro lo que debía hacer; «aquel» era el único modo de ganar esa contienda. Su pálpito interior lo condujo hacia esa arma que su padre guardaba tan celosamente.

Desde el momento en que esa alabarda ingresó por la puerta principal del castillo —cargada por tres hombres—, sus ojos se habían clavado en ella. Él solo tenía ocho años cuando eso ocurrió y en ese entonces, ya portaba una fina espada con él. Sus otros hermanos se habían acercado también a la conmoción del momento, los soldados que aplaudían a su padre y lo adulaban por la gran hazaña, gritaban eufóricos. El único que se acercó a tocar la alabarda y a apreciar ese llamativo filo, fue él, pero su padre no se lo permitió.

«—Ni siquiera lo pienses, Bankotsu. Eres solo un crío y no tienes permiso para tocar a Banryû —le había advertido su progenitor.

—¿Banryû? —le había preguntado con ojos de asombro.

—Sí. Así se llama esta alabarda. Le pertenecía a un imbécil; un traidor que no era digno de ella. —Su padre destellaba un característico brillo carmesí en sus ojos, ese que solo resplandecía cuando sus objetivos se cumplían a cabalidad.

—¿Quién era él, padre? —Tuvo la curiosidad de preguntar.

—El daimyō del clan sur, Muso Higurashi. —Le había respondido su padre con una sonrisa malvada que marcaba su satisfacción ante tal triunfo.

—¿Lo mataste?

—¡¿Me estás preguntando algo tan absurdo, niño?! —Le había cuestionado enfadado su padre y esos ojos rojos profundizaron el carmesí tras esa pregunta— ¡Claro que lo hice, ingenuo!

Entre tu orgullo y el míoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora