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Daphne Quinn
Después de este raro y fatídico día, por fin llegó la noche y me tumbé en mi cama, aunque sin poder pegar ojo, claro.
Todo se me venía a la cabeza: el momento en que me desperté hoy, la discusión con Ryder, recuerdos borrosos de la fiesta de anoche...

El resto del día con Ryder había sido de lo más extraño, ni el me dirigía la palabra ni yo a él tampoco, solo lo justo y necesario.
La cena fue lo más gracioso, ambos comimos en absoluto silencio y mirando la televisión como dos tontos.

Nuestra situación estaba muy rara y yo no quería precipitarme.

Me encontraba desubicada, caminando por un lugar en el que había mucha gente. Yo no reconocía a nadie ni sabía dónde me encontraba, sólo sé que mis pies se movían por sí solos.

De repente, sentí como alguien me empujaba y caí de bruces contra el suelo. Me quejé de dolor, mi brazo crujía y quería levantarme pero comprobar quien había sido el capullo que me había tirado, pero para mi sorpresa, una mano se abrió frente a mis ojos, alguien me estaba ofreciendo su ayuda.

Tomé la mano de aquel extraño o extraña y pude levantarme, quería agradecerle, así que alce la vista y me crucé con sus ojos.

Gris, el color de la destrucción.

—¡Dante!— corría abrazarlo y él me agarró con fuerza.— Dios mío, sabía que eras tú, sabía que estabas aquí.

—Sh, tenemos que irnos.

—¿Irnos? ¿A donde?

—Ven conmigo.— agarró mi muñeca con brusquedad y me arrastró con él.

No entendía nada, ¿a donde se supone que me llevaba?

De repente todo está oscuro, entramos a un lugar donde reina la oscuridad el silencio y toda la gente de antes, ya no está, no hay absolutamente nadie... o eso creo.

—Aquí la tienes, madre.— Dante me empuja y vuelvo a caer al suelo ¿qué cojones pasa?

—¿Madre?— giré rápidamente mi cabeza y ahí la vi...

Con esa sonrisa cínica me heló los huesos, pero no, ella no iba a intimidarme ni ahora ni nunca.

—¡Daphne!— una voz femenina proveniente de algún lugar captó mi atención.

—¡Mamá!— era ella, era mi madre.

Se encontraba atada, arrodillada y la pobre no paraba de sollozar. Me acerqué a ella pero... ya era demasiado tarde.
Dos tiros impactaron en su pecho y yo lloré a su lado.

—Te toca, hijo.— esa señora volvió a hablar.

Ahora era Dante quien sostenía el arma frente a mí.

—Dante, por favor no...— supliqué.

Pero ya era tarde, había disparado. Me había disparado.

¡No!— me desperté, sobresaltada.

Mi respiración era fuerte y mi frente estaba empapada de sudor, sentí un pinchazo en el pecho, y es que mi corazón latía a mil.
Toqué mis mejillas, estaban húmedas porque efectivamente, había sentido esa pesadilla tan real que no podía parar de sollozar.

(D)estrucción Donde viven las historias. Descúbrelo ahora