Capítulo 10

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"Ahora tengo este sentimiento de nuevo
No puedo explicarte,
No lo entenderías,
Yo no soy así,
Me he vuelto cómodamente ... insensible"

—Pink Floyd
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Sven

Sentado en esta silla las paredes parecen reírse de mí, como si llevaran toda la vida viéndome entrar y salir por esta maldita puerta. Siempre es lo mismo. Dicen que esto debería ayudar, pero cada día que paso aquí siento que me estoy deshaciendo un poquito más. Es como si, en vez de arreglarme, me fueran desmontando pieza a pieza. No sé cuánto más podré aguantar. Siento que, en cualquier momento, voy a explotar, pero no de una forma épica, más bien como una bombilla que se funde sin hacer ruido.

Miro alrededor y, claro, todas las sillas vacías. Parece que hoy me ha tocado el turno en solitario, otra vez. Ya ni me sorprende. ¿Cuánto tiempo llevo viniendo solo? Ni me acuerdo. Este sitio ya huele a soledad, a esa que se te mete en los huesos y no te deja respirar

Es raro pensar que, con casi dieciocho años, ya he pasado por más mierda de la que debería. A veces cierro los ojos y me veo de crío, sentado junto a mi madre en este mismo hospital. Nunca imaginé que acabaría volviendo aquí, solo. Si lo pienso, este lugar ha sido más mi hogar que mi propia casa. Y eso me revienta por dentro. Desde que mi madre se fue, todo se ha ido al carajo. Mi padre... él no pierde oportunidad de recordarme que fue culpa mía, que soy un estorbo. Y, aunque intente no creerlo, quizá tenga razón.

Fue la mejor madre que pude haber tenido. Tengo los recuerdos más bonitos con ella. Se llamaba Dulce, y vaya que el nombre le quedaba perfecto. Su único defecto fue amar a un monstruo que la maltrataba día y noche. Si cierro los ojos, todavía puedo sentir su toque suave acariciando mi rostro, su aroma a cítricos y la melodía de su voz.

Recuerdo aquellos momentos en que despertaba asustado y temblando de miedo. Ella venía a mi habitación, me abrazaba y empezaba a cantar una canción de cuna, mientras me pasaba la mano por el pelo. Me envolvía en un manto de calma que me arrullaba hasta que me quedaba dormido, sin preocupaciones. Era mi refugio en un mundo que cada vez me parecía más oscuro, y ahora, cada rincón vacío me recuerda a ella, a lo que perdí y a lo que nunca volveré a tener.

La única persona que me amó sin pedir nada a cambio ya no está aquí para protegerme de esos monstruos que ya no acechan en mis sueños, pero siguen vivos en carne y hueso. Siento el sabor salado de mis lágrimas en los labios, y me apresuro a secarlas, aunque parecen no tener fin. Caen como una cascada interminable, y no puedo evitar sentirme ridículo por llorar así. En un rincón de mi mente, me grito a mí mismo por ser tan débil, pero la tristeza es tan abrumadora que me ahoga, como si cada lágrima fuera una carga que me recuerda que ya no tengo a nadie para calmar mi tormenta interna.» ¡Para ya, imbécil! —me echo en cara una y otra vez, mientras las lágrimas siguen cayendo sin parar. Me siento como un idiota, incapaz de detener esta marea de tristeza que me arrastra.

—Sven—escucho que dicen mi nombre.

—No, Raúl, soy Raúl—respondo con un sarcasmo que se nota en mi voz, mientras pongo los ojos en blanco.

—Me alegra ver que has vuelto al tratamiento—dice con una sonrisa que no le llega a los ojos.

—Eres la enfermera más pesada que he conocido—le digo, intentando leer su apellido en la placa de identificación—Payet, ¿verdad?

—Gracias, eres un encanto—responde con una sonrisa tan falsa como un billete de tres euros.

—De nada—replico, igual de cínico.

Meses a tu ladoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora