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En este instante oímos pasos en la escalera.


-Esté preparado -me dijo Dupin-. Coja sus pistolas,


pero no haga uso de ellas, ni las enseñe, hasta que yo le haga


una señal.


Habíamos dejado abierta la puerta principal de la casa. El


visitante entró sin llamar y subió algunos peldaños de la


escalera. Ahora, sin embargo, parecía vacilar. Le oímos


descender. Dupin se precipitó hacia la puerta, pero en aquel


instante le oímos subir de nuevo. Ahora ya no retrocedía por


segunda vez, sino que subió con decisión y llamó a la puerta de


nuestro piso.


-Adelante-dijo Dupin con voz satisfecha y alegre.


Entró un hombre. A no dudarlo, era un marinero; un


hombre alto, fuerte, musculoso, con una expresión de


arrogancia no del todo desagradable. Su rostro, muy atezado,


estaba oculto en más de su mitad por las patillas y el bigote.


Estaba provisto de un grueso garrote de roble, y no parecía


llevar otras armas. Saludó, inclinándose torpemente,


pronunciando un «Buenas tardes» con acento francés, el cual,


aunque, bastardeada levemente por el suizo, daba a conocer a


las claras su origen parisiense.


-Siéntese, amigo -dijo Dupin-. Supongo que viene a


reclamar su orangután. Le aseguro que casi se lo envidio. Es un


hermoso animal, y, sin duda alguna, de mucho precio. ¿Qué


edad cree usted que tiene?


El marinero suspiró hondamente, como quien se libra de


un peso intolerable, y contestó luego con voz firme:

Los Crímenes de la calle morgue (COMPLETA)- Edgar Allan PoeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora