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La inmortalidad no era ningún precioso regalo, ni el más alto honor que los dioses podían otorgar.

Era una maldición y una dolorosa carga, el tiempo parecía estancarse y dejar de fluir, se perdía completamente la noción del transcurrir de los años mientras toda la vida se marchitaba cruelmente alrededor.

Se vivía, si es que a eso podía llamarse vida, en una soledad asfixiante, cada generación partía después de la anterior y las pérdidas, nunca se volvían más fáciles.

La muerte era lo que todos en el mundo terrenal compartían, era innegable, ineludible, hermosa de cierta forma y mágica.

Ni todo el poder del mundo podría llenar el vacío en su corazón.

Con una impresionante tenacidad, Baoshan Sanren, se aferraba a los últimos lazos que la mantenían anclada a la tierra, sus niños.

Almas puras que no conocían más que la crueldad del mundo, eran llevados a refugiarse en su montaña, ella sabía más que nadie que el corazón de una persona podía contener una cantidad desmedida de odio que podría arrasar con toda la inocencia de los más desprotegidos.

Ella no lo permitía, ella se los llevaba.

Contrario a lo que muchos podrían pensar, Baoshan Sanren era una mujer temerosa, atesoraba a cada uno de sus niños con el mismo anhelo y ahínco que una madre, lloraba sus muertes y les pedía perdón, por no salvarlos, por verlos partir, por ser la única que aún permanecía.

No les permitía abandonar la montaña, sin embargo, era consciente que existían almas que jamás podría domar... Yanling, Cangse, Xingchen...

Tampoco los dejaba volver si partían pues, el tiempo se había detenido para ella, pero para el resto no, ver los estragos de la vida manifestarse en el rostro de sus pequeños le partía el corazón, era más fácil si jamás regresaban, de cualquier manera, hacía mucho tiempo que ya no contaba los días, ni siquiera sabía en qué año estaba.

Descendía el sendero de la montaña con pasos cuidadosos, aunque se había consagrado al aislamiento desde antes de alcanzar la inmortalidad, mantenía esa molesta costumbre, que la frustraba tanto como la entristecía, ya se había resignado, bajaba de su santuario cada cierto periodo de tiempo, podían ser cientos de años o quizá sólo un par de meses, sabía que no podía salvar a todos, no obstante, lo intentaba.

No le preocupó disfrazarse antes de adentrarse en aquel mercado, pues su rostro había caído en el olvido siglos atrás, sólo le tomó unos segundos bloquear su poder espiritual para evitar ser descubierta.

El medio del bullicio del medio día, Baoshan Sanren, captó fragmentos perdidos de conversaciones descuidadas.

—A-Tang, ¡Apresúrate y prepara la mejor mesa! —Una mujer de mediana edad, con hilos plateados surcando su peinado, visibles arrugas cansadas alrededor de sus ojos y un ligero temblor en sus manos; atavaida con ropas sencillas, sin ningún adorno o distintivo; urgía a un adolescente, seguramente su hijo, a trabajar más rápido en la pequeña posada que dirigían.

Baoshan Sanren sabía el pueblo en el que estaba, no era precisamente uno próspero, los pequeños comerciantes hacían lo que podían para comer día tras día, aún con eso, todos lucían felices y conformes.

—Aun no entiendo por qué insisten en hospedarse en este mísero lugar con todo el dinero que tienen —Refunfuñó el joven —Bien podrían construirse una casa enorme por aquí cerca, o volver a los Túmulos dónde ya una vez...¡Argh! ¡¿Por qué fue eso?!

La mujer había lanzado una cuchara de madera para detener las palabras insensibles que brotaban de la boca de su hijo como un río desenfrenado, el utensilio impactó contra la parte posterior de la cabeza del más joven con un sonido timpánico.

WangXian One ShotsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora