2. El valor de un sueño

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Los silenciadores eran caros y difíciles de encontrar, en especial porque estaban prohibidos, pero aquel tipo larguirucho se había hecho con uno, lo que le indicaba que estaba ante un verdadero profesional

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Los silenciadores eran caros y difíciles de encontrar, en especial porque estaban prohibidos, pero aquel tipo larguirucho se había hecho con uno, lo que le indicaba que estaba ante un verdadero profesional.

Jerôme iba de brazos cruzados, molesto por haber perdido el sueño, faltado a su puesto de trabajo y por no saber adónde le llevaban. Además, se había dejado el intercomunicador, no podía avisar a nadie de lo sucedido y puede que aún le durase el susto. Todo aquello era un desastre, un verdadero desastre. El reflejo a través de la ventanilla daba fe de ello: su cabello oscuro estaba muy despeinado y las gafas de protección, torcidas.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó el ladrón, pero Jerôme se inclinó hacia la ventana, mascullando para sí e ignorando al intruso—. Bien, no insistiré.

Y dicho esto, hizo girar una rueda que había junto al volante. Varias melodías sonaron a la vez, viéndose interrumpidas por estridentes interferencias hasta que al fin encontró una cadena que sonaba bien. Saxofón y platillos a ritmo de jazz se acompañaban por una potente voz femenina.

El ladrón empezó a tararear como si estuviera solo, algo que irritó a Jerôme. Resopló, se colocó las gafas a modo de diadema y se masajeó el puente de la nariz. Sin quererlo, se había fugado con un payaso.

—Quita eso —exigió.

El ladrón sonrió de lado, sin desviar la mirada de la noche estrellada que tenían delante.

—No hay razón para llevarnos mal. Además, esta canción me encanta. ¿A ti no?

—Dame el cristal y devuélveme a la planta. Aún estamos a tiempo —refunfuñó él.

Fuera, la noche era tan oscura que no podía ver más que los cientos de puntitos de luz que tenían por estrellas, aunque por la dirección que indicaba la brújula, descifró que estaban yendo rumbo al norte: un paraje sombrío en el que el desierto rojo se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Aquella zona no estaba tan civilizada como las grandes ciudades: vivían del contrabando y nadie viajaba allí por voluntad propia. Las pesadillas errantes campaban a sus anchas y la esclavitud era legal. No había leyes ni nada a lo que ampararse. Sin duda, un lugar peligroso. Con el índice, Jerôme dibujó una cara triste en el cristal.

—Me encanta el jazz, es como yo. —El ladrón volvió a sonreír, aunque viendo que el reciclador no era buena compañía, arrugó el ceño—. Tú eres más como el blues, ¿sabes?, un alma triste.

—No soy un alma triste.

—Díselo a tus ojos. Son bonitos, podría perderme en esos pozos de ébano, pero están tristes.

—Quizás estaría de mejor humor si no hubieses robado el cristal para secuestrarme después.

—¡No te he secuestrado!

—Si no es un secuestro, ¿por qué sigo aquí?

El ladrón hizo un cambio de marchas y la avioneta descendió un poco. Luego, paró la música, aunque con una mueca de resignación.

El Ladrón de SueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora