4. El Usurpador

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—¡Maldita sea! —exclamó Dominique

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—¡Maldita sea! —exclamó Dominique. ¡Jerôme se había llevado la moto!

Fue amable con él, le acogió en su casa, le dio su confianza... Y, a pesar de todo, se había marchado con el cristal. A lo lejos, las nubes rojizas se arremolinaban, signo de que se acercaba una tormenta de arena, y la moto casi no disponía de combustible.

Dominique se llevó las manos a la cabeza y suspiró: la parte buena era que Jerôme no podría ir muy lejos; la mala, que debía salir a buscarlo.

Los días en el Desierto Rojo no solían ser muy peligrosos. Las pesadillas errantes permanecían ocultas y los usurpadores dormían en sus madrigueras. El mayor peligro eran los lopernos hambrientos y los mercaderes nómadas. Pero el aire delataba que la tormenta estaba próxima y eso lo cambiaba todo.

Se dirigió hacia la furgoneta, se cercioró de que estuviese bien equipada y se subió a ella.

—Lo siento —murmuró en voz alta.

El vehículo arrancó con un fuerte estruendo y a los pocos metros se detuvo con brusquedad.

—¡No, Berta, ahora no!

Intentó girar la llave un par de veces más, pero aquel trasto se volvía a calar una y otra vez. El depósito de memorial estaba lleno; la chimenea, limpia y él no tenía tiempo ni ganas de hacerle una revisión a fondo.

Desistió de ella: cogió dos cascos de visera amplia y guardó uno de ellos en un macuto junto con varias pastillas de memorial. El otro se lo puso para resguardarse de la arena y el sol. También se llevó una capa roja de gran capucha —habría que estar loco para adentrarse en el desierto sin ella—. Ya preparado, siguió las marcas que los deslizadores de la moto habían dejado tras sí.

Caminó raudo durante más tiempo del esperado y, tal como suponía, el viento se elevó progresivamente. Con él, también lo hicieron cientos de partículas de arena bermellón que se le hubieran metido en los ojos de no haber sido por la visera. La luz de sol desapareció bajo un velo rojizo y, como si hubieran sido invocadas por la ausencia, cientos de sombras insectoides empezaron a corretear a su alrededor.

Sin ninguna gana, se puso a tararear una canción inventada que pudiera ahuyentarlas, y no tardó en usar esa misma melodía para llamar a Jerôme.

Blues, sal de tu escondite, estés dónde estés, no quiero hacerte daño. Si me devuelves el cristal, prometo darte una flor.

No estaba muy inspirado para pensar en una gran letra: solo quería encontrarlo, conseguir el sueño y venderlo.

Las marcas se desdibujaron hasta enterrar el rastro, no obstante, Dominique sabía que iba rumbo al oeste, hacia la Planta de Reciclaje. ¿Por qué era tan cabezota? No era más que un maldito cristal, uno que iba a darle la libertad. Gracias a él, sus problemas terminarían para siempre. ¿Tanto le costaba al reciclador hacer la vista gorda?

El Ladrón de SueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora